Tercer premio
Entrá al departamento y mirá las zapatillas Nike desperdigadas a metros de la puerta. Quedate dos segundos mirándolas y cerrá con un portazo. “Las zapatillas no van acá, ¿cuántas veces hay que repetírtelo?”, decí. Él va a responder: “No me rompas las pelotas”. Lo va a decir por lo bajo, desde el sillón, mirando la tele y sin voltearse. “¿Qué dijiste?”, preguntá de tal manera que note el fastidio en tu voz. “Nada”, va a responder. Suspirá y andá directo al baño. Mirate en el espejo: las ojeras marcadas, las arrugas en la comisura de los ojos, el pelo desteñido. Mientras te mirás, sentí la aspereza en la garganta, como si tuvieras algo duro que no pudieras tragar. Unas zapatillas, pensá. Volvé para atrás.
“Nada no, encima puteás, estoy cansada de que te cagues en lo que digo”, decí, parándote frente a la tele. “Bueno, perdón, sabés que no lo hago a propósito”, va a decir. Miralo con odio desde arriba. La panza prominente, el pelo blanco, el rostro triste. Dejá pasar unos segundos. “No podés ser así, no te puede chupar todo un huevo”. Él va a mirar la furia en tus ojos y te va a pedir perdón otra vez. “Me olvidé. Tenés razón, perdón”, va a decir. Todo puede quedar ahí, pero vos no querés que quede ahí. Tratalo mal. Sé irreversible. “Me das lástima”, decí. Él va a acusar el golpe como una trompada de Tyson en el centro del estomago. Va a sentir que pierde el aire, que pierden el aire, y te va a mirar pidiendo compasión. “Perdoname”, va a decir. Tercer perdón. No alcanza. Negá con la cabeza y señalalo y señalate. “Mirate, mirame”, decí, “somos un desastre”. Él va a fruncir el ceño. “Pero es nuestro desastre”, va a decir. No le creas. Ustedes ya no son nosotros. “¿Todo esto por unas zapatillas?”, va a preguntar con un hilo de voz. “No entendés”, decí, “no podemos seguir así”. “¿Así cómo?”, va a decir revoleando los ojos, conteniendo un llanto tardío. “No podemos”, repetí, y escapate a la habitación. En el camino levantá las zapatillas y sentí que llevan el peso de tu angustia. Tiralas cerca de su lado de la cama y cerrá con otro portazo.
Cada escena, cada secuencia de los últimos años es un fotograma con la misma imagen: los dos discuten. Vos alzás la voz y él –llamalo así: él, que el pronombre sea una sentencia– imposta una mirada inocente. Él, con su televisión, con su inacción, con su presencia, tiene la culpa. Es más fácil cuando el enemigo tiene cuerpo.
Pensá en lo que dice Guerriero: “Lo primero que hay que hacer con el dolor es repasarlo”. Una vez y otra vez y otra vez. A la cuarta vez ya le cambia la piel. Encerrate entonces en tus pensamientos y revisalo hasta que no quede nada, o mejor, hasta que te provoque indiferencia, que es cuando la piel se seca y se pone dura.
Imaginate si hubiera muerto hace dos años en el Sanatorio Güemes. Entonces, no lo podías imaginar, era imposible, a él no le podía pasar eso: entubado, largo, quieto y muerto. Ahora, en cambio, un pensamiento horrible te da vueltas. Si estuviera muerto, nunca pensarías en esto ni en los últimos años. Solo los buenos tiempos. Todo sería impoluto. Vivo es esto. Muerto, en cambio, sería perfecto.
Acordate de cómo eran las cosas antes y cómo son ahora. Antes. ¿Existió ese antes o lo inventaste? Respondete que existió, que hubo un tiempo en el que él fue omnipotente, capaz de hacerte sonreír con solo mirarte. Un tiempo en donde le leías los poemas que escribías en voz alta y apenas terminabas él se acercaba a abrazarte y te besaba la frente. “Me encantó, mi amor”, decía. Ese tiempo ya no existe. Ya no le leés. Ya no te escucha. Sé justa. Ya no se escuchan. Vos también sos parte de esta sociedad a punto de quebrar. Intentá consolarte pensando que buenos matrimonios hacen malos poemas.
Transformá estos últimos años en buenos poemas. Ahora que los recuerdos felices son fotos que se olvidaron en algún cajón. Ahora que el agujero se agrandó. Ahora que no puede haber ganador. Recapacitá. Preguntate si vale la pena estar así. Respondete que no. Decile adiós a las armas. Decidí, como Bovary, que no se culpe a nadie.
Escuchá los dos golpes en la puerta. “Pasá”, decí. Él va a entrar como un perrito que entiende que lo van a abandonar. “Te prometo que voy a cambiar y vamos a salir adelante, como salimos siempre”, va a decir. Miralo desde la cama y levantá los hombros mostrándole las palmas. Se va a acercar y se va a arrodillar a abrazarte. La cabeza en tu regazo, los brazos rodeándote la cintura. No tengas claro qué hacer con las manos. En otro momento, le hubieras acariciado la cabeza, tus dedos abiertos sobre su pelo. No lo hagas. En otro momento, hubieras sentido algo cuando te tenía entre sus brazos. Ahora no sentís nada. En otro momento. Dejá pasar un rato y palmeale el hombro dos veces. Se va a levantar y con el dorso de la mano se va a barrer las lágrimas. “Te amo”, va a decir antes de salir. Sonreí con los labios y cerrá los ojos.
Pensá que el amor es como el dolor: si lo repasamos no queda nada.
Ahora ponete a escribir.
Manuel Álvarez nació en la Ciudad de Buenos Aires, en 1986. Estudió Derecho y, desde hace un tiempo, escribe. En los últimos años, vivió entre Buenos Aires y Madrid, y participó en antologías en ambos países. Colabora para medios como Otra Parte, Chelsea Hotel Mag, Ámbito Cultural, Zona de Obras y The Fiction Review. Coordina un taller literario. Su novela A ninguna parte (Bärenhaus) fue seleccionada para participar en la Semana Negra de Gijón (2020).