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Aunque no haga ruido
Matías Vigano
Esclavas Anterior Cuando ya no tenemos tiempo Siguiente

 

Cuando papá me preguntó dónde estaba Andrés, le dije que en el auto porque sabía que ahora le iba a tocar a él. Porque Lucas y yo habíamos tenido que aguantarnos las lágrimas varias veces y ahora, por una vez, estaba bien que le tocara a él.

Yo no lo odio, le tengo bronca, pero no lo odio. Le tengo bronca porque para él es todo más fácil. Porque en la casa de Celso le dan todo lo que pide, porque no tiene que esconderse como Lucas y yo. Porque puede dormir tranquilo todas las noches.

Hace unos días, cuando recién empezábamos las vacaciones, frenamos en el río a descansar y él me tiró barró y se empezó a reír. Yo me acerqué porque se la quería devolver, pero papá me grito que si le hacía algo, me rompía el culo a patadas, así que me fui lejos a llorar; pero a mí nadie me vino a buscar porque a nadie le importa si yo lloro o no porque estoy todos los días con ellos, pero como a Andrés lo tienen solamente cuando viajamos, lo cuidan como si el muy forro estuviera hecho de oro.

Una vez nos lo cruzamos en la plaza. Estaba con su uniforme de camisa y zapatos. Le preguntamos si tenía plata para comprar algo en el kiosco y nos dijo que no, pero Lucas lo agarró fuerte y yo le vacié la mochila hasta que encontramos un billete de diez pesos y le pegamos una piña cada uno, por mentiroso. Él se fue llorando y le contó a Celso.

A la tarde, Celso vino y habló con nuestro papá.

A la noche, papá empezó con Lucas y yo lo escuchaba pedir a gritos que lo perdonara, que no le pegara más, que no lo volvería a hacer y yo esperaba mientras sonaba el cinto contra la piel y contra las paredes porque sabía que después me tocaba a mí y quería que después le tocara a Andrés por botón, pero a él no le tocaba nunca porque en la casa de Celso se come rico, se duerme temprano y no le pegan a nadie. Por eso le dije a papá que estaba en el auto, para que ahora, por una vez, le tocara a él.

Papá camina hacia el auto, abre la puerta y se sienta en la parte de atrás. Me escondo entre los pastos para ver mejor. Andrés se despierta, papá le dice algo. Mis ojos ya se acostumbraron a lo oscuro, así que puedo ver sin ningún problema.

Sé que ahora le toca a él porque hace rato que papá tiene el mismo olor que tiene cuando vuelve tarde de noche, el olor que tiene cuando nos pega a nosotros porque hicimos algo mal, o porque él hizo algo mal o porque mamá hizo algo mal.

Andrés tiene cara de susto, quiero llamar a Lucas para que lo vea conmigo, pero no puedo moverme. Papá le acerca la cara y le da un beso. Él tiene el peluche de Pikachu bien abrazado y no lo suelta. Con Lucas se lo pedimos para jugar y no nos lo quiso prestar porque se lo regaló Celso. Pero él no dijo Celso, él dijo que se lo había regalado su papá y yo le grité que Celso no era su papá y lo empujé al piso esperando que se lastimara.

Papá ahora se mueve en el asiento de atrás, la puerta sigue abierta. Le apoya una mano en la pierna y escucho cómo Andrés llora. “Acá en Chaco casi no hay ruido”, nos dijo papá cuando estábamos llegando y tenía razón, por eso se puede escuchar bien cuando alguien llora, aunque no haga ruido. Papá se mueve y yo espero el momento en el que le va a pegar. Le dice que se quede callado, en voz baja se lo dice. Se abre el cinturón y pienso que ahora sí, se lo va a sacar y le va a dejar marcada la piel con la hebilla como hace con nosotros; pero, en lugar de eso, le agarra la mano y lo hace tocarlo. Le agarra la cara, lo aprieta. Andrés está por pegar un grito, pero papá lo calla con un cachetazo, un solo cachetazo fuerte y nada más. La cara de Andrés se me pierde, papá se sigue moviendo. No le pegó como a nosotros, le pegó distinto.

Sale abrochándose el cinto que nunca se sacó y cierra de una vez la puerta. Cuando estoy seguro de que volvió adentro de la casa, me acerco corriendo al auto. Miro por la ventana, está abrazado al peluche. Llora y dice bajito que quiere a su papá. Golpeo la ventana.

Él sigue repitiendo lo mismo. Le digo que se calle, que nos van a escuchar, pero él llora más fuerte, tiembla. Quiero a mi papá, dice otra vez. Le digo que baje la voz, que no sea tonto. Ahora grita con la cara aplastada en su peluche. Quiero a mi papá, quiero a mi papá, quiero a mi papá.

Me quedo hasta que se le apaga la voz y solamente puede llorar. No me mira en ningún momento. Le digo que se tranquilice y vuelvo adentro para ver si Lucas está despierto para poder contarle que un poco le pegó papá. Seguro se va a poner tan contento como yo.

 

 

Matías Vigano nació en Buenos Aires, en 1996. Estudió Licenciatura en Composición Musical en la Universidad Maimónides y se formó en los talleres literarios de Pablo Ramos y Juan Sklar. Actualmente, es docente de El Cuaderno Azul y está trabajando en su primer libro de cuentos en la clínica para escritores de Liliana Heker.

 

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