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Esclavas
Milagros Rosiello
Ciciratas Anterior Aunque no haga ruido Siguiente

 

Revuelvo el fondo del café antes de darle el último sorbo. Está frío y dulce, me da arcadas. Trago fuerte sin dejar de mirar por la ventana, faltan diez minutos para las cinco. Siempre llego temprano a todos lados y tomo dos cafés, nunca puedo decirle al mozo que espero a alguien. La veo cruzar la calle en diagonal, levantándole la mano a un auto que paró para dejarla pasar. Mi tía está igual que hace quince años. En realidad, no, no está igual, pero la esencia es la misma: las ojeras, la nariz filosa, los ojos apagados. Entra al bar y le hago una seña con la mano. Inés no sonríe al verme, me saluda con un beso, se saca el tapado y se sienta. Aprieta los labios finos. Me doy cuenta de que no recuerdo su voz.

—Estás igual. —No hay dulzura ni nostalgia en su tono. Lo dice en voz alta, lo planta en la escena.

—Algunos años más grande nada más —digo y cierro la frase con una sonrisa suave.

—Y yo algunos años más vieja, como verás.

Me río sin ganas. Se acerca el mozo, le pido otro café y le doy mi taza vacía. Ella pide un cortado en jarrito, saca una servilleta y la pasa por toda la superficie de la mesa. La dobla en cuatro y la deja a un costado. Entrelaza los dedos y apoya los antebrazos sobre la mesa, nunca los codos. El cárdigan de lana beige le enmarca la muñeca, donde tintinean dos esclavas de oro.

—Y tu hermano, ¿cómo está? —me pregunta.

—Bien, por suerte. Este año se recibe.

—Qué bueno, ¿qué estudió? —No me mira a los ojos, baja la mirada y juega con las esclavas.

—Arquitectura. La hizo rápido, este sería su sexto año.

—Mirá, no me lo veía como arquitecto.

—De chico era bastante inquieto, es verdad. Pero parece que metió toda esa energía en maquetas, quizá por eso aguanta dos noches sin dormir —lo defiendo. Siento que tengo que protegerlo de algo.

Llega el mozo con nuestros cafés, Inés le agrega un sobre de edulcorante, revuelve suavemente con la cucharita y la apoya sobre el plato. Levanta la vista, vuelve a entrelazar los dedos y ahora sí me mira a los ojos.

—Te quería pedir disculpas, yo sé que pasaron muchos años, pero quería decírtelo igual —dice y se acomoda el pelo detrás de la oreja. La mano le tiembla y las esclavas tintinean.

—Bueno, gracias. Pasó mucho tiempo, sí, pero te lo agradezco.

Tomo un sorbo largo de café. Me olvidé de ponerle azúcar y está tan caliente que trato de disimular que me lloran los ojos. Bajo la mirada y tomo del vasito de soda que trajo el mozo.

—Todos estamos muy apenados con lo que pasó, lo pude hablar con Pablo y Emilio también. Me dijeron que te haga llegar sus disculpas. —Toma un sorbo corto, agarra el asa con el dedo gordo e índice como si la taza estuviese pegajosa.

—Bueno, deciles que muchas gracias. De mi parte quiero que entiendan que no guardo ningún rencor, solo quisiera saber para qué me citaste. ¿Era para pedir disculpas? —Me tiembla un poco la voz, vuelvo a darle un trago al café, sigue amargo.

—Quería pedirte un favor. Sé que no estamos en condiciones de hacerlo, pero nos gustaría que vayas a visitarlo, que vayan vos y tu hermano. —Me mira a los ojos, está triste, nunca vi esa expresión en Inés, ni siquiera cuando falleció mi abuelo.

—¿Y por qué debería visitarlo? —Me sorprendo de la frialdad de mi tono.

—Pasaron muchos años, estoy segura de que él está arrepentido. Estoy segura de que quiere verlos.

—¿Esto es algo que ustedes creen o es algo que él pidió? —Subo un poco el tono de voz, me tiemblan las manos, agarro la taza para mantenerlas estables.

—No quiero que hagas algo de lo que después te vas a arrepentir —me dice rápido, suelta la oración de un tirón, sin espacios entre las palabras. Una frase aprendida, repetida, pensada.

Se acerca el mozo y nos pregunta si el café está bien y si necesitamos algo más. Le pido otro vasito de soda y me tomo lo que quedaba de un trago. Tengo la garganta seca, hace calor, quiero salir de la cafetería con la campera abierta hasta volver a enfriarme.

—Te pido, por favor, hablalo con tu hermano. —Inés apenas despega los labios para decírmelo.

Toma lo que queda de su café de un trago, saca una billetera larga de la cartera y deja cien pesos sobre la mesa.

—Espero que lo consideren, tu papá los necesita —me dice mirándome de vuelta a los ojos.

Se pone el tapado marrón y libera las esclavas de la manga, que vuelven a tintinear. Agarra su cartera, se para y sale sin volver a mirarme. La veo cruzar la calle y perderse en la vereda de enfrente. Saco el celular y busco el contacto de mi hermano, abro el chat, pero no sé qué escribirle. Le pido la cuenta al mozo y termino mi café amargo. Vuelvo a agarrar el celular y escribo: “Creo que papá se está muriendo”. Envío el mensaje, dejo otro billete de cien pesos sobre la mesa y salgo a la calle con la campera abierta, me pongo los anteojos de sol y trago fuerte para aguantar el dolor de garganta que anticipa el llanto. El celular empieza a vibrar, lo saco del bolsillo y lo entierro en el fondo de la cartera. Cruzo la calle y camino rápido sin pensar hacia dónde.

 

 

Milagros Rosiello nació en 1995. Estudió Ciencias de la Comunicación. Es creadora de la agencia Axolote, que une diseño y comunicación. También es guionista del podcast Acabar, de Spotify. Participa del taller de escritura de Natalia Rozenblum y Ana V. Catania. Este es su primer cuento publicado en un lugar que no sea Google Drive.

 

 

 

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