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Estación Chacarita
Gustavo Ruggerio
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Estoy en el andén de la estación Chacarita. Del lado que va para afuera, donde todas las tardes esperamos el rápido de las diecinueve y veintitrés. Lo esperamos para que nos lleve de vuelta a casa. Hace frío, movemos las piernas, guardamos las manos en los bolsillos, encogemos los hombros. El cielo ya está oscuro, algunas estrellas comienzan a mostrarse. El andén está repleto. Primero llegará el local de las y quince, muchos de los que están acá lo tomarán, el resto esperaremos un poco más hasta que llegue el nuestro. Los pasajeros del rápido nos conocemos de tanto volver; después de nuestros trabajos buscamos el subte o un colectivo que nos traiga a Chacarita; subimos al andén y nos acomodamos siempre en el mismo lugar. El mío es acá, en la punta de adelante, en la estación donde bajo es el lugar en el que está la escalera para cruzar del otro lado, ahí es la parada del colectivo para el último tramo antes de llegar a casa. Nos saludamos con una seña de cabeza o un monosílabo, pero ninguno de nosotros sabe bien quién es el compañero de viaje. Alguno dice un comentario en voz baja buscando aprobación y compañía. A mí no me gusta hablar, alcanza con reconocernos en el deseo de volver. En la estación Chacarita los andenes no están enfrentados, el que va para adentro está una cuadra más allá, cruzando Corrientes. Los pasajeros que van para Retiro tienen que ir ahí, pero en este horario vespertino casi nadie lo toma. Desde este lugar en el que me paro cada tarde miro hacia el frente y veo una pared de chapas, por encima escapa un humo gris con olor a carnes que se asan sobre una parrilla de hierros negros. Algunos, antes de subir a la estación, entran al local por un chorizo seco metido en pan blando, un trago de alcohol barato y una mano de naipes o de dados. Juegan por la vuelta, el que pierde paga. A veces se escuchan los gritos, insultos y hasta ruido a vidrios rotos. Es demasiado también perder a la suerte de un naipe. Un tejido de alambre separa las vías que van de las que vienen, son dos parejas de rieles paralelos que, como impone la regla, jamás se unen. Vienen viajando juntas desde Pilar y así llegan a Retiro. En verano, el acero arde por el sol; ahora, en invierno, apenas se ven por la oscuridad, aunque todavía no es de noche.

A veces, parado acá, me da por recordar el juego de las siestas de antes: se trataba de acomodar monedas sobre la vía, las plateadas de un peso eran las mejores. Cada uno apoyaba la suya con delicadeza, justo en el medio del riel para que no cayera sobre las piedras, después esperábamos acostados a que el sonido nos avisara que ya venía. Furia y estruendo. Algunos chicos cerraban los ojos. Yo miraba. Casi todas las monedas desaparecían, la ganadora era la sobreviviente al paso del coloso de máquina y siete vagones, quedaba convertida en una feta de metal tierno, sin cara ni ceca. Pero viva. El local de las y quince llegó en hora, nadie baja de los trenes que van para afuera, subieron los que lo esperaban y partió dos minutos después. El nuestro también llegará en su hora, ya son las y veintiuno en el reloj colgante de la estación y el altoparlante está mudo. En cambio, cuando hay problemas, un soplido agudo sale por la campana oxidada y una voz ferroviaria anuncia que por razones técnicas la formación de las y veintitrés arribará a esta con tantos minutos de retraso. Pero son las diecinueve y veintiuno y está en silencio. El rápido de las y veintitrés llegará puntual. Asomamos la cabeza, como si ese gesto inútil pudiera lograr que el tren se apure. La primera señal es la alarma de la barrera de Corrientes, un martilleo metálico y agudo, la tabla amarilla y negra baja hasta quedar horizontal, autos y colectivos se detienen obedientes. El maquinista confía en que sea así, si algo fallara será testigo en primer plano de una tragedia. Poco después de la alarma suena la bocina grave y amenazante de la máquina. El andén hormiguea. La fila que espera en la boletería se impacienta, los guardas ocupan su lugar con la pinza picaboletos en la mano. Está oscuro como si fuera de noche, pero el gentío cansado y ansioso no es nocturno. Los hombres que esperan en el puesto de chapa apuran el último trago, cuelgan sus bolsos del hombro, caminan. Algunas mujeres apoyan sus carteras contra el cuerpo, otras aferran una bolsa grande cargada de compras baratas o del sobrante de sus patronas. Los hombres vestidos de traje abrochan los botones del saco. En la estación Chacarita no hay chicos jugando a la moneda. Ni a nada. Hay mujeres y hombres que esperamos por volver.

Como cada día desde las siestas remotas, siento el sonido de mi respiración cuando se acerca. La máquina amarilla expulsa una columna de humo negro. Tengo la mirada fija en el monstruo. En su único ojo encendido. En su negrura. El pecho golpea. No pienso. El sonido se agiganta. La bocina truena. Lo tengo estudiado: el lugar donde el rápido de las y veintitrés se detiene es acá, justo acá.

 

 

Gustavo Ruggerio nació en la Ciudad de Buenos Aires, en 1957. Publicó la novela policial Secretos anudados y algunos de sus cuentos fueron premiados con publicación en distintos concursos. Participó en los talleres de escritura de Luciana de Melo, Elsa Drucaroff y Alejandra Zina. 

 

 

 

 

 

 

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