Mención
Hace dos mil grados a la sombra y yo, como una iguana, tomando sol. El jardín es gigante, pero mis viejos nunca se dignaron a hacer una pileta. Lleva mucho mantenimiento y nadie se va a hacer cargo fueron los fundamentos que me repiten desde que tengo memoria. Veinte años después ya ni me gasto. Me conformo con una reposera y una manguera de agua helada que obviamente no aparece en mis historias de Instagram. Como tampoco salen mis gotas de transpiración ni la panza que nunca logré bajar.
La realidad de Florencia, mi vecina del fondo, no es la misma. Ahí hay pool parties, quincho parties, y un montón de parties más a las que todavía no logro que me inviten. En realidad, me invitó una vez, me dio vergüenza, no fui y después no me habló más. Pero eso fue hace mucho tiempo.
Cuando éramos chicas nos llevábamos muy bien. Habíamos hecho un agujero secreto en la ligustrina para poder visitarnos sin pedir permiso. Eugenias se llamaban las plantas, igual que yo. En esa época hacíamos competencias de saltos, quién llegaba más lejos tirándonos bomba, quién daba vueltas carnero, de pronto nadar desnudas y de vez en cuando nos besábamos a escondidas. Decíamos que una de nosotras era “el varón” de alguna película y la otra “la mujer” y nos chapábamos un poquito recreando alguna escena emblemática del cine hollywoodense.
Flor y yo crecimos, el agujero verde se fue cerrando, pero yo no supe explicarle algunas cosas y me alejé.
Hoy apenas puedo vislumbrar colores y pedazos de cuerpos desde donde estoy sentada. Algo fucsia que puede ser un cisne inflable, unas mallas floreadas que pueden ser los amigos tarados de Flor, unas piernas tatuadas, algunos pelos de colores, una heladerita de camping y otras cosas divertidas. Se escucha reggaeton a pleno. Podría decir que hay personas paradas y que están perreando. Me gustaría perrear con Flor.
Algo de vidrio estalla contra el piso. Algún boludo rompió un vaso, la típica. Flor le grita una buena puteada y me hace reír. El olorcito a faso recién prendido me acaricia la nariz cada vez más roja. Creo que también me gustaría fumar un porro con Flor.
Hace poco pensé en volver a hablarle. Por eso se me ocurrió salir a tomar sol en los mismos horarios que ella, a ver qué pasaba. Hay días que siento que nos estamos mirando entre las hojas. Esos pequeños espacios vacíos entre las eugenias. Cada una en su reposera apuntando a un sol ficticio sobre la medianera. A las dos nos gusta tomar sol en tetas. Y ya pude confirmar que, si nos acomodamos bien, podemos vernos los pezones.
Micaela Corfiel nació en La Plata, en 1988. Estudió Artes Audiovisuales y para Contadora Pública en la Universidad Nacional de La Plata. Asistió a los talleres de lectura y escritura de Argos Cultural. Publicó el poemario Crisálida (Vuelo de Quimera). Actualmente, explora la intersección entre poesía, artes audiovisuales, música electrónica y live coding.