Si tuviera que escribir sobre estos tres últimos años de mi vida, lo haría sin poner puntos, con frases cortas pegadas con unas pocas comas y mucha cinta scotch. Lo pasaría por encima, como se ve la gente en la playa cuando subís al faro: tesis, nuevo trabajo, dispepsia, mudanza, ascenso, horas extras, comida comprada, café, mucho café y pastillas para no dormir. Poco podría decir de mi casa nueva, nueva para nosotros, y sobre seguir buscando mis cosas en las cajas: un libro, el pantalón de gabardina morado, la corbata que me regaló Laura para la defensa de la tesis. Poco podría decir de nosotros. Poco podría decir de Laura, cada vez más marchita desde la muerte de su padre, ¿cuándo fue?, ya no me acuerdo, la muerte del padre de Laura es solo un corte pegado con cinta en el sinfín de sucesos sin separación. Y eso me duele. Supongo que a ella también le duele. No lo hablamos, porque ya no hablamos. Discutimos. Tenemos una pulga en el lomo y nos rascamos hasta sacarnos el cuero y lastimarnos.
Ayer, creo que fue ayer. Era domingo, después de almorzar. Estaba recostado en el sillón, los ojos cerrados, un libro abierto sobre el pecho. Laura apareció con una sartén en la mano. ¿Lavaste los platos? No solo los había lavado, sino que, además, había pasado un cepillo para sacar la mugre que se junta entre la bacha y la mesada, había limpiado el jugo pegajoso que queda bajo el escurridor, y había pasado un largo rato limpiando con vinagre y virulana la sartén que tenía ahora Laura en la mano.
Aha, le dije. Habíamos aprendido a no hablar, a que la tensión del silencio era mejor que abrir la bolsa y dejar que salieran los gatos acumulados, y nos rasguñaran en la cara.
¿Tanta urgencia tenías en lavar los platos? Los iba a lavar yo, me contestó.
Recalcó el yo con esa y griega tan porteña que funcionaba como una cachetada, como un guante echado a la cara. Recordé: mientras comíamos frente a un capítulo de Perry Mason, me dijo que iba a lavar los platos. Pero no dijo voy a lavar los platos. Lo mencionó al pasar como un vagón en un tren de acciones, cada vagón una frase unida a la otra por la fuerza mecánica del párrafo, pero que no guardaban relación entre sí: después de comer, subir a regar las plantas, lavar los platos, pintar al óleo, pasar dos manos de membrana vinílica, reconstruir la Capilla Sixtina con clips. Qué sé yo. Pensé que lavar los platos sería una interrupción en su recorrida, que le haría un favor en lavarlos. Dejá, Laura, yo lavo, vos perseguí tu sueño de convertirte en la reencarnación de Agatha Christie o dale de comer al gato.
Laura blandía la sartén como una cimitarra. ¿No me escuchaste que te dije que iba a lavar yo? El yo, de nuevo, quedó resonando entre las paredes del living, mi cerebro chupaba toda la adrenalina posible para evitar una discusión que tuviera la forma “porque vos” de ida y vuelta.
Pensé en decirle la verdad, que lo hacía como un favor. Pero también pensé que quizá me chupara un huevo lo que Laura decía, que quizá no la escuchara hace bocha porque estaba cansado. Y que quizás ella no me hablara a mí, solo hablara, a la nada, a Perry Mason, a las plantas.
Me levanté del sillón, hice a un lado a Laura y fui hasta la cocina. Saqué un frasco de kétchup de la heladera. Lo apreté, entero, sobre los platos limpios, sobre la mesada, apretando fuerte para que cayera en los azulejos de la pared. Lo froté por todas partes, con las manos. Laura me miraba con la sartén en alto.
Listo, le dije. Limpialos, no hay drama. Abrí el tacho de basura con el pedal y tiré el pote vacío de kétchup. Rebotó en el borde y estuvo a punto de caerse afuera, pero entró.
Laura bajó la sartén y la boca se le puso cuadrada, se le dobló la espalda en un arco. Se arrodilló. La cara estaba desencajada, parecía un maniquí defectuoso, inmóvil.
Me miró.
¿Hasta dónde vamos a llegar?, me dijo, sin emoción.
Éramos icebergs a la deriva, fríos, duros. ¿Cuándo nos habíamos convertido en esto?
No nos dijimos nada más. Al rato, no sé cuánto, Laura se levantó y se fue a la habitación. Dejó la sartén en el piso.
Pasé al baño y escuché voces a través de la puerta. Mensajes de audio. Solo podía identificar la voz de Laura.
Limpié la cocina y comí de parado. Me acosté en el sillón del living con un libro, no quería entrar en la habitación. Al rato, como escena repetida, Laura se me apareció al lado. Me dijo, sin entusiasmo, que haríamos un viaje. Que yo iba a pedirme vacaciones en el trabajo, quince días, y que íbamos a hacer un viaje. Y que nos iba a gustar y que todo volvería a ser como antes. Que me encargara. Que todo, todo, volvería a ser como antes. Que si algo no había era vuelta atrás.
Pablo Ianni nació en Buenos Aires, en 1983. Estudió ingeniería, piano, filosofía y diseño gráfico, sin terminar nada de todo eso. Hoy en día es padre, programador, estudiante avanzado de Artes de la Escritura en la Universidad Nacional de las Artes, tiene una huerta y un perro. Coordina un taller de escritura creativa a distancia. Tiene una novela inédita y está trabajando en un libro de cuentos.