desde que soy papá abandoné las mayúsculas que piden la colaboración de ambas manos, y solo insisto con las tildes porque me parece digno conservar ciertas obsesiones. como el rengo que se acostumbra al vaivén, aprendí a escribir con una sola mano mientras sostengo a mi hijo en el regazo o preparo una leche para la más grande con la mano que no escribe. cuando duermen o están en casa de la abuela, tener diez dedos disponibles para el tipeo me resulta ostentoso y la abundancia me incomoda. entonces, pudiendo escribir con ambas prefiero hacerlo con la mano solista mientras la otra rasca mi cabeza o tamborilea armoniosa sobre la madera de la mesa.
constanza, mi editora en el diario, una tarde indagó la carencia: “¿qué pasó con tus mayúsculas?”. le expliqué que ya no puedo, que soy padre de dos. en tren de confesiones le conté que león, el más chico del clan, apenas duerme por las noches y que solo se calma si cantamos, que por eso mis textos ya no son tan profundos, que ya solo van al grano, que no hay tiempo ni fuerza para el rodeo. constanza pidió que no use de excusa al gurrumín (así lo llamó) y después me aconsejó contratar los servicios de una banda musical compuesta por cinco barbados dedicados a cubrir, a tiempo completo, las necesidades melódicas de los más pequeños. por encima del número de contacto, en la tarjeta se leía la promesa “música klezmer para oyentes particulares”.
–alo –dijeron al otro lado del auricular. entonces me pareció estar llamando a otro sitio en el mundo, aunque la característica del número telefónica era de la paternal.
–buen día, busco a los klezmer –dije con voz incómoda, como si estuviera metiéndome las patas en un barro clandestino, acudiendo a una bruja o averiguando para comprar valores en una cueva, cuando en rigor solo acudía a los cultores vernáculos de un género musical que bailaron con ganas mis padres y los padres de mis padres.
–sí señor, habla el clarinetista, ¿en qué puedo ayudarlo?
con maña de periodista le conté cómo había llegado hasta ellos, que constanza, que mi hijo apenas duerme, y que solo se calma con los acordes del klezmer. él dijo que hay genes memoriosos. a poco estuve de contarle que ya no escribo con mayúsculas, pero no hubo tiempo: el clarinetista agendó día y horario para conocer a león.
la conexión fue inmediata. león dormía sus siestas y también casi toda la noche, teta mediante, mientras los tipos soltaban melodías suaves. en la vigilia, león manoteaba los violines, el clarinete y la tuba, aunque entre todos prefería el dulcémele, un instrumento con cuerdas que se golpean con unos martillitos y que, según me enseñaron los juglares, tiene una amplitud que va del re2 al mi6. no sabía de qué hablaban pero era complaciente: en verdad solo quería la paz de mi hijo, y la nuestra. pasábamos las horas con ellos como se convive con los obreros de la construcción durante una refacción en un hogar habitado. almorzábamos, dormíamos y conversábamos como si fueran de la familia o esas visitas que pasan la noche en casa. la música nunca dejaba de sonar, jamás: los klezmorim (así se les llama a los que interpretan el género) hacían guardias para que la melodía sea continua y, así, sólo en brevísimos lapsos la formación era completa.
una tarde tomábamos un teicito con limón y el violinista me acompañaba en la mesa desarmando una galletita de agua hasta hacerla polvo sobre el plato. era el más viejo del quinteto, el que más descansos gozaba y, quizá por ello, fue el encargado de la noticia: “león ya no nos necesita”. busqué rápido a la mamá de león con espanto en la mirada. rogué para que se queden, dije que pagaría más, que prepararíamos mejores almuerzos y rico borsch por las noches. el violinista se negó en silencio con su barba barriendo la mesa. a la mañana siguiente se fueron con su música a otra parte y león los vio alejarse casi sin haberse despedido. los cinco no dejaban de tocar mientras marchaban por las calles que se alejan del centro: la música iba apagándose, como pasa en los corsos o en las películas que van terminando.
león volvió a mi regazo y solo alguna veces mete su manito húmeda en alguna letra de este teclado (máquina de escribir new age) sobre el cual mis dedos hacen bailecitos. casi no llora y me deja escribir. yo sin embargo conservo la maña y no uso mayúsculas, aun en contra del deseo de constanza y de los correctores automáticos. recuerdo al violinista sentado a la mesa, apretando la galletita y hablándome de los genes, aunque no hay tiempo para dilataciones: debo entregar un artículo esta misma tarde. entonces busco la línea final para este cuento, mientras la manito izquierda de león tamborilea sobre la madera de la mesa y la otra arremete sin pudor en mi barra espaciadora.
Aunque le hubiera gustado ser el 9 de Boca, escribir es la actividad más frecuente de Uriel Bederman. A los siete años escribió su primer cuento. En el secundario una profesora de literatura lo ayudó a no abandonar el hábito. Luego pasó por un taller de escritura en el que le pidieron que jamás sorprendiera al lector solo en la última línea. Hoy trabaja como periodista y en su casa tiene todos los libros que le regaló el papá.