Con los sueños llenos de espinas y barro en las zapatillas te tomás ese bondi que te lleva al centro. Tarda horas y sabés que si conseguís un asiento podés pintarte, leer y hasta dormir una siesta. Incluso ponerte los tacos que están gastados pero son negros y por lo menos no tienen barro.
Por la ventanilla ves las hormigas de siempre que trepan grises al tren o se amuchan en las paradas pensando en la hora de volver a casa. El mismo tipo de todos los días se sube al bondi disfrazado de payaso con una guitarra y la voz rota. Canta clásicos del rock nacional y vos te hundís los auriculares hasta rasparte los tímpanos porque el payaso te da tristeza. Cerrás los ojos pero no podés dormir, pensás en el laburo que no sabés si vas a conseguir. No es lo que estás buscando pero ya estás acostumbrada. Lo único que querías hacer era nadar y no pudiste. En casa nunca hubo guita, menos cuando me enfermé.
Te bajás en Plaza de Mayo y ves las palomas amuchadas aleteando, parecen un mar de plumas embravecido. Caminás tranquila hasta el edificio, tenés tiempo de fumarte un pucho y te lo prendés. En el bolsillo del saco te dejás preparado un caramelo de menta para cuando lo termines. Mirás a la gente que está apurada y no sabe por qué. El señor de las garrapiñadas espanta las palomas que lo acosan como en la película de Hitchcock y a unos metros una señora se aferra fuerte a su cartera cuando un nene sucio y mal vestido pasa a su lado. Un grupo de turistas sonrientes saca fotos y observa todo con infantil inocencia. Te hacen acordar a cuando vimos el mar por primera vez. A mí me dio miedo pero vos te soltaste de la mano de papá y corriste a abrazarlo como si se tratara de un hermano perdido o alguien que volvió de la muerte.
Tirás el pucho y entrás. Todo es grande y frío en ese edificio. Salvo la recepcionista que está sola detrás de un inmenso escritorio. Parece de juguete, una muñeca que sonríe porque es la expresión con la que viene de fábrica. Al lado un guardia está muy quieto, tanto que al principio lo confundís con un objeto. Te señalan un ascensor y subís. No hay nadie, vas sola. Te comés el caramelo de menta y aprovechás para practicar una sonrisa en el espejo. Mirás tus ojos que son iguales a los míos. La abuela nos decía que nacimos con la mirada cansada, que vieja de mierda.
La puerta del ascensor se abre, caminás por el pasillo hasta la oficina de recursos humanos y tocás la puerta. Tardan unos minutos en responder y te empezás a poner nerviosa. Sale una chica que te sonríe, entendés que vino a la misma entrevista que vos y pensás que le van a dar el trabajo. Te decís que es más linda, más joven, más simpática y que está mejor vestida. Querés irte pero alguien dice tu nombre. Le das la mano a un hombre que te pide que esperes, te indica una silla cerca de un ventanal y te sentás. Mirás afuera, la plaza, la calle, los autos, la gente. Todo parece de juguete, igual que la recepcionista. Empieza a llover y las gotas se pegan al vidrio como escupitajos. Adentro, la luz de tubo amarillenta les da a los empleados un tono de coma hepático. Todos miran sus monitores como si no existiera otra cosa.
Te llaman y entrás a una oficina. El tipo que dijo tu nombre está sentado con las manos apoyadas en su escritorio y vos te sentás frente a él. Pone la vista en tu curriculum flaco y te hace preguntas casi sin mirarte. ¿Por qué te fuiste de tu último trabajo?, ¿Estás en pareja, tenés pensado tener hijos pronto?, ¿Cuáles son tus expectativas? Todo te parece incontestable y sentís un nudo en el estómago. Te concentrás en una gotera, te parece extraño que esté ahí cayendo sobre papeles pero no decís nada porque te da miedo arruinar más las cosas. Contestás como podés. Tratás de hablar alto y claro porque te dicen con frecuencia que no se te entiende. De pronto te distrae otra gotera, esta es más grande y corre por la esquina de la oficina. El hombre parece no notarlo, sentís que te estás volviendo loca. Te pregunta si estás bien y vos le sonreís porque no sabés qué otra cosa hacer. Él te deja un test para completar y sale. Lo de siempre, dibujar una casa y un paraguas y un árbol y vos te sentís una boluda pero agarrás el lápiz resignada. De pronto el agua te toca los pies y ahora sí te convences de que no estás loca. Te parás, agarrás tus dibujos y salís.
La luz se corta y el techo comienza a ceder, entra agua por todas partes. Te llega a la cintura y sigue subiendo. Los empleados, desesperados, tratan de salvar sus pertenencias. La corriente se lleva todo, algunos naufragan sobre sus escritorios. Vos no entendés por qué estás tan tranquila pero te sacás los zapatos negros gastados y te ponés a nadar. Te sumergís y buceás hasta la ventana. Ves la ciudad distorsionada por el agua que borronea todo lo que mirás y te parece lo más lindo que viste en tu vida.
Lo mejor que te puede regalar un fantasma es una experiencia extraordinaria, una de esas que te abre los ojos y no permite que los cierres nunca más.
Agustina Zabaljauregui nació en Buenos Aires, en octubre de 1984. Estudió dirección de cine en el Cievyc y guión en El laboratorio de guión. Es guionista de cine y televisión. También se desempeña como periodista para la revista Quid, donde tiene una columna de música, escribe sobre cine, rock y cultura general, además de realizar entrevistas a personajes del ambiente artístico. Este año terminó su primera novela infantil y está trabajando en un libro de cuentos.