Me bajo el cierre y me miro en el espejo del baño. Sé que afuera están mis amigos esperando que vuelva. “Es tuya”, dijo Nacho cuando me levanté de la mesa y miró a la rubia como si le dictara una sentencia de muerte: hoy te vas a ir con él. Escucho un portazo y veo entrar al baño a un flaco con una remera de Metallica. Camina en zigzag e intento adivinar cuántas cervezas más que yo habrá tomado. Se pone al lado mío y me mira. Siento la presión de su mirada. Desvío los ojos muy rápido, voy y vuelvo, hasta concentrarme en mi cara.
Tengo un poco más de barba que la mayoría de mis amigos. “Te queda cool”, me dijo una vez una chica con la que no llegué al segundo round. También soy más alto que lo normal. Y aunque para muchos eso sea una ventaja, para mí significó pagar más plata por un colchón. Soy bueno con las tareas domésticas. Le arreglé una persiana a mi última novia pero eso no sirvió para arreglar la relación. Ahora vivo solo, en un monoambiente. Y tengo un huevo menos. Sí, lo digo así porque mi terapeuta me dijo que deje de hacer de todo un drama. Entonces opté por ser directo. Ahora me río, cuando alguien me dice que le puse huevo a la situación. Un quiste maligno, de un tamaño tan insignificante que uno no se imagina todo el daño que puede hacer. Una operación de dos horas y un día de internación que hicieron preocupar a todos mis amigos. El médico dijo que había extirpado hasta lo último y que no era necesario hacer quimio. Todos se pusieron contentos, pero yo lo sentí como uno de esos consuelos de mierda.
Estiro mis párpados y pienso en cómo salir de acá sin que nadie me vea. Tuvimos la mala suerte de sentarnos en una mesa pegada al baño, así que no tengo forma de pasar desapercibido. Quizás podría intercambiarle la ropa al metalero por unos pesos. O por ahí debería quedarme acá para siempre. Me subo el cierre y busco el jabón líquido. Mientras me estoy lavando las manos el metalero me pregunta si fue un accidente. “¿Fue un accidente?”, dice, con una mirada lastimosa, como si frente a él tuviera a un cachorrito al que le falta una pata.
Creo que fue al mes de la operación que volví a jugar al fútbol los miércoles. A los dos meses pensé en afeitarme y dejar de ser cool. “Salí un poco”, me dijeron Sebas y Nacho, y me trajeron a este pub que es de esos en los que no ves de dónde sale la cerveza que te están dando. Al principio me entusiasmé, como cuando pasás mucho tiempo sin comer la comida casera de tu vieja y un día te invita y te la prepara. Los cuadros de Morrison colgados en la pared me estaban animando. Hasta que Nacho me hizo la seña. Levantó los ojos y me señaló a una piba rubia y flaca de ojos claros. “No para de mirarte”, decía Nacho y yo pensaba en que la amistad era un poco eso. Tener un gesto de buena onda hacia el otro. Mentirle. Yo tomaba la cerveza como si fuera mi única carta para jugar. Y aunque la mina estaba buena y al toque comprobé que sí, me miraba, no dejaba de pensar en ese terrible segundo en el que estemos cogiendo y ella me pregunte por qué tengo un huevo menos. O peor. Que ni siquiera me lo pregunte, si total yo iba a ser un flaco con el que se fue de un bar para nunca más llamar. Por eso tomé lo último que me quedaba en el vaso y les dije a los pibes que iba al baño, con una sonrisa falsa, bien falsa.
“Disculpá, chabón”, me dice el metalero, y yo pienso en pegarle una piña. Cortita, rápida, efectiva. Pero no. Le digo que no pasa nada. “No pasa nada, flaco”, y agarro una de esas servilletas de papel para secarme. El tipo registra que no tengo muchas ganas de empezar una conversación y se va sin lavarse las manos. Agarro el celular y escribo en el grupo que tenemos con los chicos: “Me fui, nos vemos en el cumple de Mati”. Lo borro antes de mandar. Guardo el celular y pienso en que ya estoy tardando mucho, que cualquiera de los chicos podría aparecer ahora para decirme que me entienden y que todo va a estar mejor. La puerta se abre. Es de nuevo el metalero. Esta vez camina más entero y tiene una cerveza en la mano. “Tomá, chabón”, me dice y extiende el vaso, me lo pone casi a la altura de mi nariz. Hago un movimiento brusco hacia atrás. “No tiene nada raro”, dice. Lo miro con desconfianza pero en el fondo siento que es un buen gesto, como el de Nacho diciéndome que la rubia no paraba de mirarme. Le digo gracias y lo agarro. Tomo un sorbo y se lo devuelvo. Pero no cualquier sorbo, uno largo y grande de esos que los personajes toman en las películas antes de dar una gran paso o tener alguna revelación. “Tengo que salir de acá”, digo, y camino hacia la puerta de chapa y el bullicio. No miro para atrás cuando la cierro. Pienso en que ahora toda mi vida va a estar llena de gestos. Vuelvo a ver los cuadros de Morrison y noto que el lugar está un poco más lleno que antes. Al costado, los chicos y la rubia con sus amigas están sentados y se ríen.
Elizabeth Stellavato (Buenos Aires, 1989) es redactora publicitaria, estudia Ciencias de la Comunicación en la UBA y a veces hace Stand Up. Además de cuentos, también escribe poemas en el mundo digital.