En esta época de inundaciones el río se ensancha y llega a las casas, a las patas de los muebles y de la gente. Se necesita consuelo, y esperanza también, por eso les llevo la palabra. Muchos me hacen señas desde adentro para que me vaya, otros sueltan rápido un nogracias. Pero esta mañana se me dio por insistir. Toqué el timbre una vez y esperé, toqué de nuevo. Aplaudí un par de veces porque el timbre capaz que no anda, pensé. Debería haberme ido pero corrí el cerrojo de la reja y me acerqué a la puerta de entrada. Golpeé fuerte, varias veces. Pude escuchar como un desplazamiento adentro, un ruido parecido al arrastre de algo pesado. Sentí el fajo de revistas que llevaba en los brazos como un recién nacido, me pareció más pesado e incómodo, sentí que era mucho.
Decidí rodear la casa, se me cruzó por la cabeza que tal vez, ese ruido de arrastre que había escuchado viniera de alguien que precisaba mi ayuda. Tiene que ser alguien. Al costado de la casa encuentro un pasto descuidado, hay ciruelos y naranjos rebosantes, muchas frutas reventadas en el suelo. Descubro una puerta lateral que está entreabierta. Sé que no debería entrar sin permiso y pienso que podría dejarle la palabra así, deslizando una de las revistas por esta abertura, pero me pregunto qué clase de hijo hace eso. Digo buen día en voz alta para que lo escuche quien sea que se esté moviendo. La casa me responde con la misma onomatopeya sin nombre. Descubro un reflejo al fondo y me aproximo a eso aferrándome a las revistas como si me sostuvieran.
El reflejo resulta ser un estanque amplio que huele a barro y a hojas mojadas, otra huella de los caprichos del río. Entre los pastos veo huesitos que podrían ser de roedores y otros que seguro fueron palomas. Tengo la sensación de ser observada, hago un giro de trescientos sesenta grados y no veo a nadie, la panza me empieza a estrujar adentro mientras pasan por mis ojos uno, dos ciruelos, dos naranjos, el interior de la reja del frente, la pared del costado con su puerta entreabierta, una ventanita a un lado, una mata de zarzamoras, un aljibe con el arco apestado de óxido, una soga en la que flamean hilachas al viento, y el estanque otra vez. Intento humedecer mis labios pero la saliva me sale pastosa.
Escucho ese arrastre un poco más cerca, solo que ahora no se desplaza sobre posibles cerámicos sino entre pajas o pasto. Quizá haya salido. Me doy cuenta que estaba mirando a la altura equivocada, el ruido viene del suelo pero sigo sin encontrar su causa. Todo verde, todo verde, ¿unas vetas grisáceas? Sé que Él me está poniendo a prueba, no puedo fallarle, soy su testigo. A pocos metros de donde estoy mis ojos encuentran el movimiento, descubro que eso salió. Se detiene a un par de metros de mis pies, nos convertimos en una quietud frente a otra quietud contenida. Agudizo la vista y aparecen los contornos de una forma vagamente conocida en libros, creo que es un reptil. Es algo enorme. Esa cosa parece un árbol acostado, con el movimiento medido y la piel quebrada por el tiempo. Veo unas patas que se diluyen en el verde vegetal e imagino que terminan en pezuñas irregulares por el ruido que hacían adentro. Veo dos orificios enormes en su trompa y cuando llego a la cabeza me encuentro con su mirada. Más bien me estaca esa mirada, la verdad es que apenas respiro.
Acudo a Él y oro sin voz, mentalmente, padre mío, padre santo que todo lo ve y lo sabe, cuida mi camino. Eso me fortalece de alguna manera y pone en movimiento mis pies, hacia atrás. Señor acepto tu prueba, me aliento. Reculo lentamente hasta que siento mis medias mojadas, estoy entrando al estanque. Soy fiel, soy buena, le imploro sin desviar la mirada. No me dejes caer. No puedo continuar, se me escapan las revistas que me sostenían, su palabra, todo va a parar al agua, ¿cómo pude hacer eso? Ya no sé cómo seguir, intento un paso más atrás y resbalo. El estanque es más profundo de lo que parecía, hago un esfuerzo por apoyarme y mis manos se hunden en el lecho que parece de plastilina.
La bestia se acerca y siento el revoloteo de las aves que escapan entre graznidos. El sonido que hace al arrastrar su cola me entumece el cuerpo. Escucho una voz en mi cabeza que no es de mi Señor, tampoco mía, dice una palabra como un eco. Mueve una pata y luego la otra, achica la distancia y a cada paso repite, me repite, intrusa. Creo que le quedarán tres pasos más para alcanzar mis piernas que no quieren, no hay caso, no se mueven. Intrusa. Mi brazo responde y me pongo rápido a buscar una piedra, cualquier cosa que sea dura, que me sirva para defenderme de esta impotencia del lodo y la caída. Intrusa. Tanteo algo de forma redondeada, apenas puedo abarcarlo con la mano, lo saco y lo alzo frente a mis ojos. Cuando el barro se escurre de esa cosa con huecos veo que es una cabeza, casi al hueso. Intrusa.
Emilia Vidal nació en Mar del Plata en 1979. Es bióloga y estudiante ocasional de Psicología. Cursó unos años de postgrado, publicó un par de artículos y un capítulo de libro. Fuera del ámbito científico, incursionó en diferentes revistas electrónicas, y algunos de sus poemas y cuentos ganaron premios. Va al taller literario de la editorial Goles Rosas.