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Si la noche quiere saber
María Ferreyra
El lugar de los padres y el de los hijos Anterior El taller Siguiente

Sacás granos de una bolsa, unos granos finos y sedosos para alimentar a los caballos. Llenás dos baldes y ahí vas. Hace un frío húmedo en ese horario en el que es lo mismo el alba y el atardecer. Los caballos saben. Cuando sacudís el bolsón de cereales para servir la ración, ellos comienzan a acercarse. Escuchás ese peso metálico sobre la arenilla que se forma después de los días de lluvia. Dejás el bolsón sobre una carretilla, debajo de las telas de araña que se enredan en los estribos viejos y las mangueras del riego. Vas hacia la tranquera. Se moldean tus huellas. Levantás el aro de acero, hacés fuerza estirando el brazo y empujás el portillo. Ahí está el caballo observándote. Sabe. Apoyás los baldes sobre un tronco cortado. Siempre te vas y los dejás alimentarse en el silencio de esas horas, cuando regresás están los baldes caídos: se entierra el plástico en la arcilla y los yuyos, te los llevás y volvés al otro día. Hoy te quedaste a mirar. En la casa, tu abuela y tu mamá deben estar durmiendo aún. Hace unas horas tuvieron la cena de navidad. Una cena entre ustedes, luego llegó tu amigo.

 

Ahí viene el Orlando, dice tu mamá. El muchacho baja de su bicicleta y la deja junto al árbol ancho de adelante, que en verano tapa las lámparas de la calle. Vino a saludar. Sirven tazas de té en la galería de atrás, desde donde se ve el lago. Las lucecitas del camping y las del cielo nocturno flotan en la superficie del agua. Tu mamá está poniendo unas velas nuevas en el altar. En ese rincón de la galería sonríe una foto de tu abuelo y sus hermanos, de chicos, subidos a sus caballos. Las piernas apretadas como pinzas para no caer y mirando fijo a la cámara. Tu abuela y tu mamá les prenden unas velitas en las noches especiales.

Se hace tarde y tu abuela se despide porque tiene que ir a reposar los huesos, así dice. Mañana nos vemos, feliz navidad, Orlando, le dice.

La noche en el campo es así: prender las velitas que se apagan, su resplandor sobre las fotos, las cintas y las flores. El ladrillo curtido. El lago, los patos que se quedaron ahí, los patos que regresaron al atardecer. El viento atrevido del verano. Los perros amontonados sobre una lona que hay junto a la parrilla.

¿Vamos a caminar?, le decís al Orlando. Cuando hay luna, la vista se acomoda bajo un manto blanco. El ripio de la calle se aclara, los molinos alcanzan para orientarte. Te hace reír. Le preguntás por la ciudad. Te dice: cuando termine el verano, tenelo en cuenta. Es raro pero es como estar metido entre luciérnagas.

Pasan por lo del viejo que abandonó su casa. Una quinta que dejó casi intacta, eso es lo que cuentan en el pueblo. Con el Orlando la visitan un par de veces al año y les parece que el loco ni estaba tan loco, ni tanto la abandonó. Tiene un techo a dos aguas con tejas, las ventanas son redondas y pintadas del color del mar. Los árboles siguen duplicando follaje cada año. Cerca de la primavera, les podás las ramas más altas, es un trabajo arduo. Lleva un día entero, pero es un modo de conservarlo.

 

Quizá estén todos en sus navidades, pero cuando entran al campo del loco, dejan un trapo en el primer poste, por si anda algún amigo por ahí.

En verano, después del día refresca. Un vapor se sacude mientras hablan. Las luciérnagas se han ido. Sacás una botella de agua de la mochila. Le contás al Orlando de los maestros. Vos te quedás algunas tardes a ayudar en la escuela. No dan abasto para servir la merienda, a esa hora vienen todos: los que llegaron antes de que abran las aulas, los que llegaron tarde y también los que faltan a clase. Un grupo de padres preparan el pan. Bollos tiernos que dejan levando sobre las mesas del salón. Tal vez continúen haciendo eso cuando ya no haya clase y sin embargo los chicos sigan yendo. El Orlando aprieta su mano, enlazada a la tuya. Acomodás un poco el abrigo que les cubre los hombros. Miran el jardín que debe haber contemplado tantas veces el viejo de la casona hasta elegir los colores de las hojas, sus cambios de estación.

 

Casi amanece, entonces, es hora de volver. Sacan el trapo de adelante y toman el camino de tierra. Mañana es el asado, dice el Orlando, ¿nos vemos ahí? A la sombra del árbol que tapa en verano las lámparas de la calle, se besan. Lo abrazás fuerte y cruzás el jardín de tu casa. De espaldas, escuchás los cañitos flojos de la bici que se va. Los perros se te acercan enseguida en una ola que rompe en el aire. Le agarrás el hocico al más cachorro, los arreás. Antes de entrar a la casa, te desviás hacia el cobertizo. Buscás los baldes, les ponés los tarros de cereales. Te detenés. Ves por la ventana la pirca apenas iluminada y más allá, la arboleda del camping. Todo crece a esas horas, el olor crudo de las monturas de los caballos, el de las latas de aceite de oliva, el de tus manos. Amanece. Vas hasta la tranquera chica, las huellas en la arcilla, el calor del verano. El caballo que se arrima. Dejás los baldes. Te quedás un rato. Como si fuera la primera vez, mirás.

 

 

María Ferreyra (México, 1980) es argentina por opción, psicóloga y escritora. Coordina talleres de narrativa. Participó del Suplemento Cultura del diario Perfil y de las antologías Escritoras Argentinas Entre Límites (Desde La Gente, 2007), Cuento Digital Premio Itaú 2012, y El otro lado de las cosas 2016 (Peperina). Obtuvo el premio del Concurso Jóvenes del Sur 2000 (auspiciado por Cultura de la Nación). En 2017 publicó su libro de cuentos Mantenlo Prendido (Peces de Ciudad).

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