En este preciso momento de la tarde, con los rayos de sol impactando en ángulo perfecto, un niño de entre siete y nueve años fabrica una diagonal con la mirada y le está demostrando al público en general que los mocos no solo se fabrican en forma autónoma y privada, a oscuras y en silencio. El niño está sentado en un banco de esta plaza y aunque sostiene la vista a un costado, sin mirar a nadie, confirma para un observador particular (quien les narra) y para una audiencia potencial (hasta ahora indefinida) que un moco es un elemento complejo, originado (sí, es empírico) por la acumulación de residuos del ambiente en las fosas nasales, pero finalmente determinado por la pericia del dedo que lo encuentra, lo amasa, le ofrece una identidad reconocible y, por último, lo abandona al mundo. El dedo elegido por el niño, y su movimiento circular y sereno (la armonía de la yema), parecen dar cuenta de esto. El niño se raspa las paredes interiores del orificio nasal derecho con la uña no muy crecida de su dedo índice. Conoce mi posición y acepta con naturalidad el interés que me provoca su empresa. Se raspa durante un instante y luego, con la parte suave y acolchonada del dedo, intenta agrandar el diámetro del orificio nasal: provoca un estiramiento de la piel que le deforma parcialmente la cara y levanta las cejas, me mira, se quita el dedo de la nariz, lo encuentra limpio, y vuelve a su mirada oblicua, en dirección al suelo, la boca entreabierta, un suspiro antes de volver a intentar. Me pica la nariz cuando el niño insiste con el dedo y lo lleva hasta el fondo; se raspa la parte más estrecha del orificio, donde el cartílago que continúa al tabique dificulta el acceso de un cuerpo extraño, y cree haber armado una bola decente de moco cuando en realidad no es así, porque al quitar el dedo por segunda vez se da cuenta de que no sale nada. Entonces duda. Revisa toda su mano, dedo por dedo, y desconfía no de su accionar, sino del volumen. Sospecha del valor del material que siente adherido a la cavidad derecha de su nariz, parece no estar convencido del cuerpo que pretende modelar, titubea ante la idea de que el moco del que dispone no se corresponde en densidad y tamaño con la idea última de su producto. Quizás por eso me mira, una vez más. Pestañea lentamente. Y vuelve a esconder los ojos en los detalles del suelo.
La excursión final es, sin embargo, el mejor ejemplo resultante del desempeño bajo presión; una muestra irreprochable de convicción y talento. Escarba el mismo orificio con la suavidad y la fuerza de una espiral metálica, presiona sobre los sectores a su entender más comprometidos, y con la pala improvisada de su pequeña uña da a luz una esfera verde y oscura, bruñida en la superficie, achatada en sus polos y ensanchada en sus costados, como nuestro planeta Tierra. Observa por fin cada región de la obra, girando el dedo índice como si fuera una vidriera circular, y decide finalmente pegar el moco en el borde superior del banco, junto al quiebre brusco que anuncia la parte final del respaldo. El niño se pone de pie, luego de frotarse las manos en el pantalón, y abandona su lugar. Camina hacia donde continúa el sendero y se pierde en la turba infantil que controla la plaza. Recién entonces me acerco hasta el banco, para relevar en persona la tibieza y la blandura de ese moco abandonado. Reconozco su figura inequívoca al rozarlo, articulo el movimiento de mis propios dedos para estudiarlo de cerca y concluir, como en tantas otras situaciones, que la esfera es sin duda la forma perfecta, una proporción inalterable en la naturaleza de los cuerpos. Repito eso, en voz baja, mientras estudio bien de cerca al moco: una proporción inalterable en la naturaleza de los cuerpos. Y me lo como.
Diego Vigna (1982) vive en Córdoba. Es investigador de CONICET y docente de la Universidad Nacional de Córdoba. Publicó los libros de cuentos Grises, verdes (La Creciente, 2004) y Hadrones (Recovecos, 2009); el relato Los próceres (Funesiana, 2015); la novela Cometa de la noche negra (Nudista, 2017), y los ensayos La década posteada (Alción, 2014) y Los desvalidos (CRLA/Archivos, 2016).