Gracias a Internet nos hemos enterado de que hay demasiada gente loca. Más de la que podíamos imaginar. Hasta tienen reuniones anuales en las que comparten sus disparates. Ahí están ellos; y nosotros acá: procurando mantenerlos lejos. Aunque a veces cuesta.
Por otra parte, también hay personas que tienen mucha plata. Hablo de los que son asquerosamente ricos, de los que hubo y habrá siempre.
Solo que, cuando estos dos especímenes se unen en un solo ejemplar, es muy peligroso: si un enfermo mental tiene la tarasca necesaria para maquinar, forjar y realizar sus tenebrosas fantasías, pueden ocurrir las atrocidades más perversas. Lo que me pasó esta semana no hizo más que confirmarlo.
Pongamos que me llamo Walter. Soy dueño de un vivero, y eso es un dato cierto. Mi fuerte es la creación de bonsáis. El arte del bonsái reside en el uso correcto de serruchos y tijeras. Cortar, podar, extirpar, seccionar. Y mi arte me ha abierto las puertas al mundo de los ricos y poderosos. Y también al de los locos.
El lunes por la tarde entró en el vivero uno de estos tipos de guita. Esa clase de gente que uno identifica enseguida. No por el andar o por la ropa. Es otra cosa; un algo que te hace saber que, además de estar forrado en plata, está más allá de todo. Y sus dos hijos, dos rubiecitos idénticos al padre, también irradiaban ese algo. Y resultó que este tipo, además, era un maldito desequilibrado con acceso a la American Express Black. Apenas me hizo la propuesta, me dije: qué grado de locura debe tener uno para siquiera considerar cosa semejante. Pero me ofreció una cifra imposible. De modo que acepté: si no lo hacía yo, él acudiría a algún otro jardinero.
Al día siguiente, según habíamos convenido, se vino cerca del mediodía. Sus hijos llevaban ropa de fiesta, bañados en perfume; se notaba que era de esos carísimos perfumes franceses: la fragancia opacaba el aroma de los lotos, de los crisantemos y demás. El trabajo me demoró unas quince horas. Apenas descansé entre el primer y el segundo bonsái. El tipo insistió en quedarse a verme trabajar, y no le importó que le aumentara el precio. Creí advertir que su interés en esto de los bonsáis siempre había estado ligado con la posibilidad de observarme cortando y cortando. Prometió no molestar ni interceder, y cumplió: quince horas sentado en ese sillón de mimbre, viéndome cortar. Y cuando, bien de madrugada, le entregué la maceta −una maceta de vidrio similar a una pecera−, se quedó maravillado. La observaba con la nariz pegada al cristal.
Al principio de mi relato hablé de peligro. Pero entiendo que este caso no es de los más peligrosos. A fin de cuentas, aquel excéntrico me pagó por hacer lo que sé hacer. Lo realmente peligroso es que todo esto se propague. Que se haga una moda. Que cada vez haya más dementes con plata viendo en qué perversidad gastar sus billetes. Y el factor aburrimiento es también determinante. En conclusión, la suma de esos tres elementos −dinero, demencia, aburrimiento− pueden engendrar las peores bestialidades.
De cualquier modo, no puedo negarlo: sentí orgullo profesional al ver a este tipo abandonando el vivero, abrazándose a la maceta en la que ahora descansaban sus dos pequeños hijos.
Cristian Acevedo nació en San Juan, en 1980. Tiene publicadas tres antologías: Canibalísmico, Indignatarios y Sommelier de infiernos. Esta última vio la luz en 2016, tras haber resultado ganadora de la Convocatoria de Narrativa de Baltasara Editora. Su primera novela, Matilde debe morir, fue publicada por Editorial Bärenhaus también en 2016. Su novela Garrido se levanta y su más reciente antología, La sonrisa del rottweiler (finalista del Bernardo Kordon 2017), aún permanecen inéditas.