Cuando me dijeron que te morías compré un pasaje carísimo. La muerte justifica cualquier cosa. Además de caro resultó bastante incómodo, porque ya llevo demasiadas horas y cada vez estoy más lejos. A punto del despegue de mi segundo avión, una azafata nos recuerda que las salidas de emergencia pueden estar atrás, como si entendiera de esa obsesión nuestra por mirar todo el tiempo hacia adelante. Mientras tanto, nosotros, los pasajeros, todos juntos comulgamos en un acto de fe y enderezamos los asientos y nos abrochamos los cinturones, para estar seguros de que no nos lastimaremos la columna ni nos golpearemos las cabezas minutos antes de morir incinerados.
El avión circula a velocidad nivel vacío en el estómago, la misma sensación de entender que la sangre no garantiza el amor, y que el protocolo siempre fue suficiente para nosotros. Con los ojos cerrados, intento enumerar cada uno de los pueblos que visité el último año. Voy bien, en orden cronológico y con ritmo, un nombre, una pausa, otro nombre, pero mirá estas nubes, con formas de peces y de monstruos, mirá mi cara en la ventana, mi cara transparente sin arrugas, y entonces condeno todos esos nombres al olvido, porque nunca me llevé bien con los diarios de viaje y ni siquiera tengo de excusa una buena memoria.
Lo lindo de volar durante el día es que te podés dar cuenta de que todo, aunque esté lejos, está unido. Las casi dos horas de viaje las paso con la frente aplastada contra el vidrio, al que le digo vidrio por decir algo, porque en verdad parece más plástico que otra cosa. La franja de oscuridad al costado del sol es la sombra de la tierra, cuando la miro entiendo que lo más seguro es que no llegue a verte, que al final nadie me necesita para los trámites y que quizás mi visita sea más dramática que impulsiva. Yo, que me fui medio sabiendo que no te iba a volver a ver, atravieso el continente entero para llegar con ojeras a ser testigo de tu muerte y poder contarla.
El anuncio del piloto; el cinturón, el asiento y la mesita; las cosas apretadas en la mochila; la puerta que inunda todo de humedad. Me encuentro entonces en un aeropuerto más lejos de casa. Soy el gallito ciego que ya no sabe ni qué hora es ni dónde está. Seiscientos kilómetros al norte, ochocientos al oeste y al sur, y más al sur Buenos Aires, todavía a unas seis horas, que en los papeles son ocho pero no son ocho de verdad. Justo cuando estaba a punto de enredarme en los husos horarios me entero de que mi próximo vuelo tiene dos horas de demora y compro un café para calmar las ganas de fumar. Como siempre tomo malas decisiones, y aunque al principio funciona después produce el efecto contrario.
Deambulo por los pasillos, busco un lugar que desafíe los intentos del aeropuerto por ser inmemorable, indistinguible de todos los demás, y me siento en el rincón más mugriento de todos, a pocos metros del baño. Miro con atención la coreografía de gente que entra y que sale, desorientada en el espacio, sin antecedentes penales ni productos inflamables. Podría leer un libro o conectarme a internet, pero me acuerdo de vos y de tus teorías más pretenciosas, de esa que decía que, al final, solo sobreviven aquellos que pueden mantenerse calmados en el acto de existir, estar ahí sin hacer nada en particular, sintiendo el tiempo sin querer matarlo ni mucho menos. Me pregunto si vas a morirte sin culpa, si a pesar de todo te vas a morir así de tranquilo. Seguramente no, porque la verdad, papá, es que sos mucho más humano de lo que te gustaría, pero no te preocupes, nos pasa a todos.
Como siempre, renuncio demasiado rápido y busco el celular. No sé si debería gastarme ahora los minutos gratuitos de WiFi o si mejor guardarlos hasta último momento. Todavía no lo decidí pero ya estoy logueada. Varias vibraciones después, se cargan, una tras otra, las conversaciones suspendidas en el tiempo. Por las condolencias de todos, ya sé de qué se trata el mensaje que mi prima Lucía escribe y borra, en tiempo real, como si supiera que acabo de volver al mundo.
“Murió a las nueve de la mañana, te abrazo mucho”.
Me reconforta que Lucía jamás use eufemismos, siempre más violentos, como irse o fallecer. La palabra precisa es un gesto de amor, lo más cerca que podemos estar de la verdad.
Vuelvo a leer el mensaje.
Murió a las nueve, dice, y recién ahora el satélite envió la señal a mi celular de que estamos en otro meridiano y apenas son las ocho y cuarenta seis. Vuelvo a mirar la puerta del baño pero ahora como desenfocando, para hacerla transparente, a ver si aparece algún Dios de los aeropuertos para decir que en este limbo hay algo más, que tanto ir y venir, todo este blanco y este metal, son en verdad, y por supuesto, un portal, y entonces seguro que te encuentro en ese punto ciego entre los ojos, porque si podemos medir la distancia en horas, entonces podemos medir en kilómetros el tiempo, y acá, cuatromil kilómetros atrás, todavía nos quedan catorce minutos.
Tamara Mathov nació en Buenos Aires en 1989. Participó en talleres de escritura y estudió Letras en la Universidad de Buenos Aires. En 2014 se instaló en Bogotá, donde cursó un diplomado en novela corta y varios talleres de creación poética. En 2016 participó en las VIII Jornadas Universitarias de Poesía de Bogotá. Publicó cuentos y poemas en antologías y revistas. Actualmente vive en Buenos Aires y coordina talleres virtuales de idioma y literatura.