Hace cinco días que estoy con Pablo y nuestros dos hijos en el Hotel Sol Cayo Coco, un All Inclusive en la costa norte de Cuba en el que solo se hospedan extranjeros.
Son las nueve de la noche.
A las ocho Lauti no daba más. Así que subí con él a la habitación y lo hice dormir. Y ahora −mientras Pablo acompaña a Vera en la mini-disco, en una rutina que se repite todas las noches y que básicamente consiste en un grupito de chicos de entre cinco y nueve años saltando desaforados mientras una cubana grita con un micrófono sobre un reggaeton de moda que satura los parlantes− estoy en el balcón fumando y tratando de hacer durar el mojito aguado que me pude traer del bar del lobbie en un vasito de plástico.
Yo elegí este hotel por internet porque tenía “club kids”, un eufemismo anglófilo para reemplazar la palabra “guardería”. Pero ni Vera ni Lauti se quisieron quedar con las cuidadoras más de quince minutos. Así que hace cinco días que Pablo y yo tenemos todo el tiempo a nuestros hijos encima.
Por eso, este es el mejor momento que estoy pasando desde que llegamos de Buenos Aires.
De golpe me viene un recuerdo de la vez anterior que vine a Cuba.
Fue hace diecinueve años, y fueron las últimas vacaciones que pasé con mi mamá y mi papá.
Al verano siguiente me fui con dos compañeras de la carrera de periodismo, el novio de una y su mejor amigo al Cabo Polonio, por entonces solo una playa bucólica al este del Uruguay. En diciembre a mi papá le habían descubierto un tumor cerebral. Pero después de un tratamiento de dos semanas bastante errático, una biopsia y varias tomografías, los médicos habían dicho que milagrosamente el tumor se había reducido casi por completo y lo habían mandado a casa; por eso mi mamá insistió para que yo no perdiera la oportunidad de irme de vacaciones con amigos. Cuando a los cuatro meses finalmente mi papá se murió, los mismos médicos concluyeron que aquella reducción tenía que haber sido un efecto pasajero de la cantidad de corticoides que le habían dado para poder hacerle los estudios.
Dos años después, a causa de un infarto, mi mamá también iba a estar muerta.
Pero en aquel enero del 92 en que los tres hicimos un tour de diez días La Habana-Varadero, yo era una piba más de diecinueve años que había empezado la facultad y detestaba andar por el mundo pegada a los padres.
Y lo que me acuerdo ahora, mientras enciendo otro cigarrillo y miro cómo se mecen las palmeras linderas a la piscina con la brisa del mar, es que antes de tomar el avión en el aeropuerto de Ezeiza, y al rato de estar sentados los tres en la zona de embarque, cuando ya habíamos hecho el check in y pasado migraciones, mi papá me dijo “Vos que sos la periodista, andá a preguntar qué hay que hacer ahora”.
Me acuerdo perfectamente del odio que sentí ante lo que supuse un desafío de su parte.
Ahora me doy cuenta de que era la primera vez en la vida que mi papá tomaba un avión y estaba más asustado que yo.
Al día siguiente, después de almorzar, cuando Vera y yo quedamos solas porque Pablo y Lauti duermen la siesta, ella acepta mi propuesta de bajar a la playa. Caminamos por la orilla tratando de distinguir algún pececito. Después nos sentamos a hacer castillos hasta que el último sol desaparece tras los arbustos que separan la arena blanca de la ruta.
A pocos metros identifico a un matrimonio habanero con tres hijas. Porque, por suerte, es mentira lo que me repitió satisfecha la agente de turismo que me vendió el paquete en Buenos Aires: que la playa era privada. Lo que ocurre es que quienes no están alojados en estos hoteles cuatro y cinco estrellas del Cayo tienen que hacer setenta kilómetros de camino engorroso desde Morón, el pueblo más cercano de la isla. Los que afrontan semejante viaje ida y vuelta solo para llegar al mar son siempre cubanos: grupitos de adolescentes en el ómnibus público o alguna que otra familia con la fortuna de poseer un automóvil desvencijado, como debe ser el caso de los habaneros que tenemos al lado.
El padre le está gritando a la nena del medio que insiste con meter los pies en una especie de arroyito que muere en el mar: “Entérate, Zoraida, que yo me crié en el río y las cicatrices que tengo en los pies son de los filos de las piedras del fondo”, vocifera como un cantante de boleros. “Que no me vas tú a arruinar el fin de semana”, le repite mientras la nena se retuerce una trencita que parece de alambre y lo mira desafiante. “Que si te cortas te llevo a la salita y tú ya sabes cómo cosen aquí en el Cayo”, la amenaza el padre. “Entérate: que no estamos en La Habana”.
Vera levanta la vista y me pregunta qué es La Habana. Yo le explico que es una ciudad lindísima a la que vamos a ir dentro de cuatro días. Vera me dice cómo sé que es linda. Le digo que porque hace muchos años estuve con mi mamá y mi papá.
“¿Antes de que se murieran?”, pregunta mi hija.
Yo me sonrío por lo absurdo de la pregunta.
Después le acaricio la cabeza y le contesto que sí.
Marina Arias creció en Haedo. Publicó las novelas Para qué sirve un traje de neoprene (EDULP, 2005), Mochila (Club Hem, 2014) y Bondi (Club Hem, 2017), y el libro de relatos Hacia el mar (EDULP, 2008). En 2016 Malisia Editorial reeditó la novela Neoprene. Relatos suyos integran varias antologías. Es Doctora en Comunicación, Profesora de ficción escrita de la Facultad de Periodismo y Comunicación de la UNLP, y Codirectora del Laboratorio de Ideas y Textos Inteligentes Narrativos (LITIN).