Salió de la carpa por el camino de tierra, flameándole el vestido holgado. Hizo el trecho hasta donde empezaban las primeras líneas de plantaciones. A lo lejos los compañeros entre las hojas de caña. Distinguió a Justina. Cuando levantó la mano para saludarla, una puntada en el vientre la puso de rodillas. Apretó las ganas de llorar contra el machete. Temblaba.
Chac. Las cañas se desmayan sobre la tierra. Más tarde habrá que cargarlas en la espalda y abandonarlas al camión que se las lleva fuera del cañaveral.
Para levantarse empuñó un tallo, clavando los dedos en la corteza. Buscó estabilidad en su cuerpo pesado y sintió nauseas. La mañana se cargaba de humedad y olor a guarapo. Miró a su izquierda: el surco estaba vacío. No llegaba a ver dónde terminaba el terreno, el calor deshacía la imagen.
Chac. Tierra que insiste en los tajos de las manos.
El sol le daba de lleno en la cabeza. La jornada terminaba recién cuando este se anulaba detrás del monte. Hasta entonces debería pelar la caña. Arrancarle las vainas para quedarse con el tallo y partirlo con el peso del machete. Así se iría armando una fila de tocones, donde empezaba la próxima zafra. Estaba entera transpirada. Al levantarlo, el machete se resbalaba de las manos.
Chac. La fibra de la caña resiste el corte. Un trabajo para hombres que saben descargar en los nudos.
Algo golpeó adentro suyo.
Chac. Y el jugo dulce de la mujer cae por sus piernas.
Justina la levantó del suelo y la llevó al sector alto del cañaveral. Tiró de unas matas y las podó con el machete, armando un claro para acostarla a la sombra. Cortó una tajada de su vestido, le sacó la bombacha y le abrió las piernas.
“Respirá hondo, mamita, vamos”.
Su pecho subía y bajaba con la tierra raspándole la espalda. Crecía la frecuencia de los calambres en el vientre. Escuchaba el ruido de los machetazos contra las cañas y el volumen de su respiración. Había que hacer silencio. El dolor, la sangre, una fuerza la desgarraba desde lo hondo.
“Ahora empujá, empujá, que nadie te ve”.
Transpirada, mojada, pegajosa como hoja de caña. Arañaba la tierra que la sostenía, arrancaba las malezas de raíz. Sentía el quiebre de su cadera. Escupía desde el cuerpo, dilataba para abrirse a sí misma. Manoseada y expandida en ese espacio abierto para ella, mientras el sol se trasladaba sobre el cañaveral.
El dolor, la sangre y por fin, esa bola cruda que le salió de adentro.
Chac. Tajeada en dos con un machete por el cordón umbilical.
Justina le secó la frente, envolvió el bulto en un pedazo de vestido y se lo entregó, como alimento. Tras el primer llanto, Justina le hizo un gesto hacia el camino que llevaba a la vertiente. Luego, la ayudó a levantarse. La sangre seca en la piel. Las piernas congestionadas. En sus brazos, un peso semejante al del machete. Miró a su compañera. Aunque el sol seguía arriba, se alejó entre las cañas, agachándose para no ser vista, por el paso de tierra muerta y una criatura en brazos.
Martina López nació en Buenos Aires en 1993. Estudia la Licenciatura y el Profesorado en Artes en la UBA (Facultad de Filosofía y Letras) y trabaja en el archivo personal de Victoria Ocampo (UNESCO). Lee y escribe narrativa y poesía. Participó en los talleres literarios de Ignacio Di Tullio, Inés Garland y Margarita García Robayo. Fue premiada por el Fondo de Cultura Económica, la Biblioteca de San Isidro y la Secretaría de Cultura de Avellaneda.