La luz de la tarde lo ciega. Un resplandor que lo deja por unos segundos perdido como si lo rodeara la niebla de la madrugada. Silba su padre, despreocupadamente. No, alguien silba despreocupadamente como lo hacía su padre. Alguien silba exactamente igual que su padre. Un recuerdo que dura un segundo, como la ceguera. El calor permanece; es la siesta y en verano el sol castiga. Este calor vital, que a veces agobia como la vida.
Respira, intenta relajarse. Toda la luz del sol en esa terraza, todo su calor, como si fuera un centro donde el sol decide instalarse. Resplandecen las plantas, es un efecto silencioso y extraño. No lo incomoda, tampoco le gusta. “Aldo, intentá leer, terminar de una vez esa novela y pasar a otra cosa”, se ordena en su cabeza. Le molesta la irrupción de ese recuerdo. Hace más de catorce años ha muerto su padre, qué importa escuchar a lo lejos alguien silbar del mismo modo, como si la gente no silbara.
Se pierde en un letargo de sudor, fastidio y luz, queda inmóvil observando las hormigas y sus interminables hileras en constante movimiento; tanto esfuerzo por sobrevivir un invierno más, piensa. Llega a la conclusión de que todos somos como hormigas haciendo esfuerzos por sobrevivir nuestros propios inviernos y le parece algo terrible, estúpido e inevitable.
Un olor a maíz tostado viene de la casa de al lado, lo sorprende, aroma a caramelo, dulce, agradable, se embriaga en él hasta perderse en ese universo de silencio, insectos, luz, calor y aromas. Cierra los ojos y acto seguido, suspira, como saboreando vaya uno a saber qué. Cuando abre los ojos vuelve a cegarlo la intensa luz de la tarde. Si el mundo fuese así de agradable todo el tiempo estar ciego no sería tan tremendo, piensa, y vuelve a parecerle algo terrible y estúpido ese pensamiento. Como si los ciegos estuvieran ciegos de luz, y no rodeados de tinieblas.
La novela ha quedado a un lado, abandonada en el piso a merced de las gotas que comienzan a caer, aisladas y enormes, mientras el sol y el calor prevalecen. Se hunde despacio en un mundo interno colmado de ese ambiente que lo rodea, es un universo donde el pasado se iguala al presente, aquel en el que escuchaba silbar despreocupadamente a su padre de esa manera tan precisa, donde había maíz tostado y caramelo y a la siesta de verano no le faltaba ni el calor, ni las hormigas. Se siente flotando dentro de algo así como un útero pequeño, provisorio. Intenta salir de allí, pero no tiene fuerzas, no aún, el sopor de la tarde lo retiene en ese lugar, en ese estado y en esa condición inmóvil y silenciosa.
Lejos de las baldosas de esa terraza, del silencio de la siesta, de las plantas, de la ropa limpia y húmeda tendida al sol y de cualquier otro elemento real y bello de su vida cotidiana, naufraga en su interior pensando si ese lugar de penumbras y dulce aroma en el que está flotando lo remite a una etapa pasada y feliz.
Lo de pasada es un hecho, cualquier psicoanalista lo sabe. Lo de feliz, ni él puede responderlo, quizás todo sea una enorme fantasía en su mente, o un lugar inexplorado y desconocido al que puede huir casi sin proponérselo desde su conciencia. De todos modos, ¿qué importa? No es un nostálgico sin remedio que vive recordando el pasado, tampoco un romántico que necesita sentir que es feliz todo el tiempo. Puede vivir tranquilo sin tantos matices extremos. Ya conoce el dolor, fue suficiente, gracias. Si hay algo que no necesita es volver atrás. Por eso le molestó tanto que ese silbido lo haya empujado a ese recuerdo, y ese aroma a otro recuerdo, y el calor de la tarde a otro más, y así.
Se levanta bruscamente de la reposera, como empujando lejos de sí sus pensamientos, como luchando por salir de allí, de ese lugar colmado de pasado. Después de un momento advierte que está solo. Solo y seguro en una apacible tarde de verano, leyendo una novela en su terraza, rodeado de plantas, de sol y silencio.
Aún confuso y sudado, va hasta la canilla del lavadero, la abre, se refresca un poco el rostro y la nuca, y va volviendo en sí, casi riéndose del pánico y la intensidad de emociones de hace un momento. Su ritmo cardíaco se calma, su respiración se normaliza, el incómodo sudor cede, y deja atrás lo sucedido sin pensar demasiado. Sale del lavadero hacia el balcón, acomoda la reposera en un rincón reparado del sol, recoge la novela olvidada, se sienta plácidamente y se dispone a leer sin pausa.
Y es allí donde advierte que, ciego, no tendría dónde refugiarse.
Susana María Franzese es porteña pero desde 2003 vive en Viedma. Publicó el libro de cuentos De extraños y abandonados (Autores de Argentina, 2015) y tiene otro inédito (Portate bien). Participó en la revista literaria Bajo el Árbol y en el libro Primer Piso. Realizó talleres con Jorge Spíndola, Gabriela Campos, Liliana Campazzo, Juana Porro, Betina González y Lisandro Gallardón.