Vas en tu auto por la ruta, esa que lleva al mar, a los días de vacaciones, a los departamentos y las sombrillas alquilados, a la playa repleta de gente donde, a brazo partido, te abrirás paso para ganar tu derecho a un pedazo de suelo donde poner tus pobres posesiones: una manta, un canasto de mimbre, dos o tres toallas, un libro que te vendieron como best seller, un termo para el mate y los potes de crema para embadurnarse la piel, no nos olvidemos de ellas, que el sol de enero está demasiado fuerte. La playa donde te cocinarás al sol, sí, el sol y la arena, porque saldrás de esa arena empanado como una milanesa, insultando a los pendejos que juegan al fútbol pensándose Messi o quién sabe quién. Pensás, sin embargo, que vale la pena este martirio porque tus hijos, sí, tus tres pibes y tu mujer podrán correr, zambullirse, tomar mate, comer churros, desgranar choclos, y gritar, sobre todo gritar hasta desgañitarse, gritar más de lo que gritan en casa. Suponés, ilusamente, que serán también tus vacaciones, aunque estás arrepentido de viajar a Mar del Plata; tuviste la oportunidad de veranear en el Caribe o en Río, la plata te alcanzaba, pero no, a último momento que esto y aquello, que acá y allá, y ahora manejás el auto, tu mujer al lado, comiendo galletitas y cebándote mate, los tres chicos atrás. Que “Papá me hago pis”, que “Papá cuánto falta”, que “Papá tengo hambre”. Seguís por la ruta, la monótona ruta, tu nena más chica que se está cagando, y lo digo literalmente: se caga. Si no detenés el auto va a llenarlo de olor a mierda, día de mierda, viaje de mierda, vacaciones de mierda. Dejás la ruta para meterte en un barrio; a simple vista se lo nota peligroso, por todas partes hay paredes altas y alambres de púas encima, pero conducís por entre las casas de ventanas y puertas enrejadas. Debiste seguir por la carretera hasta una estación de servicio, pero cómo no sabés cómo retomarla, buscás una por acá, buscás un algo que te salve. Y en el momento exacto en que tu mujer dice, “Vámonos de acá, tengo miedo”, oís las explosiones, las primeras de muchas. Ya es tarde. Y ves la calle, y ves el sol allá arriba, nada malo debería ocurrir si el sol está arriba, y ves a esa gente que corre. ¿Adónde irán? Y sentís los vidrios, sí, los vidrios que estallan y te salpican de astillas, y ves esa línea negra que es el asfalto, y ves las cruces, esas cruces en las casas, junto a las puertas. De pronto, sentís una sangre que te salpica: es la de esos muertos, los que están en el asiento trasero, que ya no cantan, que ya no ríen, que ya no sacan fotos. Se mezcla con otra sangre: la tuya. Y con el último suspiro, antes de cerrar definitivamente los ojos −los únicos que siguen abiertos−, ves a unos hombres saliendo de un costado, con las armas que acaban de vaciar sobre vos, sobre ustedes. Y se acercan los tipos para decirte, “Perdoná, flaco, fue un error, no era para vos, no era para ustedes”, como si una disculpa arreglara las cosas y tuviera que tranquilizarte. Pensás que es tarde, que las excusas no alcanzan, no repondrán las cosas a como eran antes; el mar, el mate, los churros, los brazos empanados, los pendejos que se piensan Messi, el palito para la selfie, las sombrillas, el libro que era un best seller, el departamento alquilado que te espera −seguirá esperándote−, la sangre, el dolor, y el cuerpo que en un rato deja de doler. Más adelante, sí, más adelante, te meten en un camión para llevarte hasta un edificio cuadrado de mármoles y ausencias, y te ponen en una camilla de metal sin anestesias ni oxígenos, ¿para qué?, ya no los necesitás. Y dejás que te desnuden (la primera consecuencia es la pérdida del pudor), que te corten, y escuchás lo que unas personas de blanco que trabajan en vos hablan entre ellas, “Lo hicieron mierda”, y querés decirles algo, pero no podés abrir la boca. Y al final, al final, te colocan en una caja para bajarte a un agujero en la tierra, porque “Del polvo te saqué y al polvo volverás”. Plantan una lápida o una cruz a la altura de tu cabeza, y eso es todo: un recién llegado en éste vecindario de muertos. Solo −porque todos se marcharon−, preguntás:
−¿Quién puede oírme?
Varias voces te responden:
−Acá, a tu derecha: me llamo Paula, tenía treinta y seis años cuando me trajeron.
−Yo también te escucho: soy Alfio, tenía setenta y cuatro, hace cuatro que llegué, y estoy seguro de que me envenenó mi esposa, o su hermano: ese hijo de puta hizo esto para quedarse con mi plata.
−Hola, me presento también: me llamo Eugenio, soy el más viejo, para decirlo de alguna manera. Se llevaron a todos pero se olvidaron de mí. Estoy desde 1871: un día enfermó mi vecino, después enfermó mi mujer, al cabo me sentí mal también, el médico dictaminó que era fiebre amarilla y aquí estoy.
Y pensás cómo será eso de la eternidad, cómo será en adelante vivir, aunque vida propiamente no sea. Y callás cuando alguien chista y ordena:
−Silencio: ahí viene otro cortejo.
Norberto Dias de Sá nació en 1973. Vive en Villa Luro y es abogado. Desde 2014 participó en los talleres literarios de Fernando Fontán y Félix Bruzzone. Es novelista y cuentista. Ganó mención en 2016 en el Concurso de Novela Histórica por el Segundo Centenario de la Independencia Argentina, organizado por Tercer Milenio de la Cultura, declarado de interés cultural por la Legislatura de la provincia de Santa Fe, por su novela Ellos están llegando.