Salgo por la puerta trasera y ahí las veo; en la arena están las pisadas. Miro hacia las dunas pero no hay nadie. Habrán venido de noche, pienso.
Las marcas de las patas en la arena son innumerables y caóticas; no es posible deducir el recorrido que han hecho. Las pisadas no me dirán nada más, pero me confirman que los perros existen, que ayer existieron, y que los he intuido y no imaginado. O al menos lo segundo es un residuo de lo primero.
Al día siguiente ni bien me despierto salgo a ver, pero vuelvo a ponerme la campera porque ha refrescado. Dentro de poco el invierno será inevitable y mis labios y mis nudillos comenzarán a padecerlo con finísimos desgarros de piel cortajeada a causa de una tirantez tortuosa. Salgo ya abrigado a contemplar mi obra: antes de acostarme llené varias escudillas con agua que deposité alineadas a la casa. Están vacías, la arena de alrededor revuelta. Han pasado de nuevo por aquí y han bebido el agua. En la arena veo los signos inconfundibles del paso del agua antes de ser absorbida: la arena queda marcada, unida, levemente endurecida. Los perros habrán encontrado el agua fresca y habrán sentido la necesidad de aliviar la sed que les producía la incursión por las dunas y habrán bebido agradecidos, o no, habrán bebido simplemente regocijados con ese instante: un poco de agua fresca para recobrar la marcha.
Esa noche, además del agua, dejo unos recipientes con carne cocida.
Por la mañana me abrigo con apuro para salir a ver si les ha gustado. La carne debe de haber provocado alguna riña aunque no muy importante, porque de lo contrario me hubiese despertado. Los recipientes están torcidos o volcados, algunos a más de diez metros de la casa. En las vasijas ha quedado el rastro de los alientos, la presencia de los hocicos agitados. Deben de ser muchos, una docena quizás. Tal vez sean cimarrones.
La carne ha sido mi regalo y también mi treta: esta noche estoy resuelto a esperarlos.
Lleno las escudillas de agua y espero que pase el tiempo. A la hora en la que ya debería estar dormido salgo por la puerta trasera, subo por un médano para ganar visión.
La noche tiene una claridad extraña, el aire posee una limpidez prodigiosa. Me quedo de pie y aguardo con las manos dentro de los bolsillos.
Los perros nocturnos aparecen un rato después. La arena de alguna manera amortigua sus pasos y parecen una jauría salvaje pero silenciosa, irreal. Son muchos más de los que pensaba. Serán veinte o treinta, no hay modo de contarlos.
Extiendo los brazos, entrecierro los ojos para poder agudizar mis sentidos. Los perros pasan a mi alrededor, sin inquietarse, como si fuera una columna o un árbol. He logrado lo que quería: poder observar su marcha por la duna sin que mi presencia los intimide o los obligue a tomar otro rumbo. Los perros existen, me repito incansable mientras rozan mis piernas.
Uno me mira a los ojos pero solo un momento: no quiere perder el tiempo conmigo cuando puede disfrutar de la carrera, del viento golpeándole la cara, de correr para sentir el frío de la noche. Corren todos juntos como si fueran uno solo, uno al lado del otro y atrás de aquel y delante de ése, coordinados y atentos a las subidas y bajadas del terreno, a los cambios de dirección que se deciden en la primera fila, al agua fresca que ofrece un reparo para el cuerpo exigido.
Corren como si la noche fuese eterna y el aliento infinito: ese es el sueño que comparten los perros nocturnos.
Daniel Diez (provincia de Buenos Aires, 1973) es autor de Breviario de furias (Santiago Arcos Editor, 2011, Segundo Premio Municipal de Literatura). Sus cuentos fueron publicados en las revistas La Palabra, Ser en la cultura y El hilo de Ariadna, y en la antología Ciencia y Ficción (Plan Nacional de Lectura – Ministerio de Educación, 2014). Entre otras distinciones recibió el Primer Premio Concurso Haroldi Conti (2006) y el Segundo Premio Fondo Nacional de las Artes (2008).