–¿Viste el pibito de tu esquina, el Rolo? –me dijo la colorada. Yo cebaba unos mates y ella me batía las novedades.– Parece que está jodido, lo llevaron al Posadas.
Largué los bizcochos, me puse la campera y salí. Ni bien llegué al hospital subí por la escalera hasta pediatría. Una enfermera me paró al entrar.
–Solamente familiares –dijo levantando las manos. Me empujó con sus kilos de grasa hasta la puerta. Pegué un pechazo hacia adelante, tratando de ver en qué cama estaba. Había tubos y aparatos por todos lados.
–O te vas o llamo a seguridad –me gritó la gorda.
Bajé la cabeza y salí. La puerta se cerró. Vi una silla de plástico media hecha bosta y me senté.
Al Rolo lo había conocido una noche de lluvia. Estaba en el semáforo de mi esquina; el pelo oscuro, sucio; jugaba con unas pelotas para ganarse unos mangos. La noche venía jodida, y eso que tenía puesta la calza a rayas, la que me hacía las patas largas y menos musculosas. Pero no había conseguido nada. Justo entonces apareció un Peugeot. Antes de que el tipo bajara la ventanilla, el pendejo vino corriendo a pedir una moneda. El auto rajó a los piques. Nos quedamos mirándonos.
–¡Tu culpa, puto! –me dijo desde abajo.
Me toqué entre las gambas. La calza era apretada, pero todo estaba bien guardado.
El pasillo del hospital tenía baranda a desinfectante. Se hacía de noche. Una mina salió llorando de la sala. La puerta quedó medio abierta y aproveché para relojear a la gorda. Estaba escribiendo. Atrás se veía un pibito, sobre una cama, solo. Seguro es él, pensé; los de la calle se la bancan. Me acordé de cuando habíamos visto la luz azul del patrullero y yo había rajado a esconderme en una galería. El pibe entró conmigo.
–Deciles que sos mi viejo –me pidió. Estaba todo mojado.
–Tu vieja o nada –me le planté.
La sirena sonaba cada vez más fuerte.
–Lo que quieras –me dijo.
Apreté fuerte los ojos y le eché un rezo a San Roque. La cana pasó sin armar quilombo. Al abrirlos el pibe ya no estaba. Tres clientes después volví a la pensión. Me tiré sobre la cama sin sacarme la ropa. La noche no había sido tan mala. Madre por un rato, me reí.
Siempre fui fantasiosa. De chica conseguía que se me parara así. No me había crecido la barba cuando tuve la primera calentura. Un sábado había salido al terreno de atrás de mi casa, un chaperío donde el novio de mi vieja dejaba lo que juntaba en la calle. Me senté bajo una sombra y pensé en el papá de los mellizos de la otra cuadra. Tenía los dedos gruesos, con callos. Empecé a tocarme. Me froté ahí abajo, atrás. Un calor me subía por el cuello. Más me cepillaba, más me calentaba. Pero algunos de mis gemidos avivaron al macho de mi casa. Lo vi recostado sobre una columna, mirándome. Al otro día mi vieja me había dicho que me tomara el palo.
–¡Qué haces ahí! –me gritó la enfermera.– Te dije que no podés entrar.
La turra me tenía fichada. Cerré la puerta y volví a la silla. Las paredes del pasillo estaban descascaradas. Se escuchaba una radio a lo lejos, un partido de fútbol. Los ojos se me cerraban. Me fui quedando dormida. Aparecí sentada en una tribuna. Un pibito corría en la cancha con una pelota. ¿Cómo te llamás?, le preguntaba. Rolo, me decía mientras metía un gol.
–¿Y tu mamá?
–Por ahí.
–¿Dónde?
Y el Rolo señalaba un espacio vacío. Pateaba otra pelota que venía directo a mi cara. Gol, escuché cuando me desperté chorreando un hilo de baba.
Me acerqué a la puerta de la sala. La gorda no se veía. Las mujeres torraban en el piso al lado de las camas. Yo quería hacer lo mismo. Estar con él como el día en que lo había encontrado llorando. En el escalón de la entrada de un banco. Más flaco y sin pelo. Le puse mi mano en la cabeza, para acariciarlo.
–No me toques, boluda –me bardeó.
Me le senté al lado. Dejé pasar un rato para preguntarle cuántos años tenía.
–Diez –me dijo.
Un auto pasó a los pedos y nos salpicó. Grité con la cara mojada y él se cagó de risa.
–¿De qué te reís, pendejo?
–Decime Rolo –contestó.
Yo buscaba en mi cartera algo para secarme. El pibe sacó un trapo de su bolsillo, tan mugriento como él.
Ahora la sala parecía tranquila. Me saqué las zapatillas para no hacer ruido y enfilé hacia adentro. Una de las minas que estaban en el piso se despertó. Hice como que no me daba cuenta y me arrimé a la cama del Rolo. Tenía los ojos pegados con lagañas. Empecé a limpiarlos con un algodón. Sentí que me estaban mirando y me di vuelta. Ahí estaba la flaca, la que se había despertado, parándose frente a mí.
–Mi hijo también esta dormido, me dijo.
Miré para todos lados a ver a quién le hablaba. Las patas se me aflojaron cuando la mina me pasó una manta.
–Tirate a descansar, siguió diciendo.
Me acosté al lado de la cama del Rolo. El aire ahí abajo era tibio.
Juan Pablo Morini nació en Mercedes, Buenos Aires. Cursó la carrera de Medicina en la Universidad Nacional de Asunción del Paraguay. Desde 1987 ejerce como médico urólogo en Buenos Aires, donde reside. Es autor del cuento “Sinfonía quirúrgica”, publicado en la sección Nuevos Narradores de La Balandra. Su cuento “Madre” integra un conjunto de relatos en el que está trabajando en la actualidad.