Elijo tres cebollas del cajón. Una está un poco podrida, un hongo, pelusa le sale de adentro. La lavo bajo el chorro de la canilla y la corto al medio. Cierro el agua. Pelo la cebolla, saco su capa dorada, y le hinco el cuchillo cerca del borde para quitarle esa primera lámina gruesa, fibrosa. Después separo una lámina amarronada que se había instalado entre otras transparentes. Pienso en amputaciones, cortes internos. Soy una cirujana en la cocina. Pienso en mis hijas: a ellas no les gusta la cebolla.
Escucho ruidos, peleas en la habitación. La mayor le grita a la más chica. La insulta.
Sigo con las mutilaciones: de la otra mitad, también extraigo la lámina marrón, la infiltrada. Después tomo las otras cebollas, las corto al medio, las observo: brillan sin fisuras. Las pelo, las lavo bajo el agua fría, las miro a la luz. Son diamantes.
Mis hijas siguen peleando en la habitación. Hace un tiempo –días, semanas, quizá meses– se pelean, no sé por qué.
Corto en tiras las cebollas y desarmo los semicírculos con las manos. Extiendo todo sobre la tabla de picar. Lloro pero no me importa: me gusta el olor a cebolla.
Ahora la más chica grita. Dice palabras muy feas a la mayor. Le dice que se muera, cosas así. Quisiera que la mayor responda algo o que las dos se callen para siempre.
Lleno con agua una pequeña cacerola de acero y agrego sal. Después enciendo el fuego, pongo la cacerola sobre la hornalla y echo adentro las tiras brillantes. Las hundo con la cuchara de madera hasta que quedan sumergidas.
La más chica grita más fuerte ahora, sigue insultando a su hermana hasta que su voz se interrumpe por un estruendo de muebles que se caen y enseguida escucho un alarido agudo de la más grande. Corro a la habitación.
La más chica está acostada en el piso, llora y tiene los ojos enormes que miran al techo. El banco alto de madera caído a su lado. La otra atónita, congelada, la mira y grita sin parar.
¿Se cayó? ¿De dónde? ¿Cómo?
Llanto. Llanto desconsolado de la mayor que mira a la hermana que también me mira desde el suelo y también llora.
¿Qué pasó?
Alzo a la que está en el piso, que llora más, y tengo miedo de lastimarla si la muevo pero no puedo hacer otra cosa. La envuelvo en una manta que manoteo de la cama, me parece tocar sangre pegoteada entre el pelo. La abrazo, está temblando. Salgo de casa de alguna manera y toco el timbre de mi vecina Nelly. No sé qué le digo pero enseguida ella agarra sus llaves, sale por el pasillo, abre la puerta de calle, yo la sigo. Vamos, vamos, vamos, dice, y yo con la nena a upa. ¿Me puse las ojotas? ¿Agarré las llaves?
Estoy en un taxi con Nelly que dice al Durand, a la guardia. El taxi parece no tocar el asfalto cuando avanza por Campichuelo. Mi hija más chica no llora ni habla, ¿está muerta? Le hablo y no responde. ¿Qué sentís?, le digo y entonces lloriquea, la miro, abrí los ojos le digo, ¿Qué sentís? ¿Dónde te duele? ¿Qué pasó?
Nelly le indica al taxista que siga hasta Aranguren, y que doble en esa esquina para entrar por Emergencias.
Estamos en la guardia frente a una camilla donde ponen a mi nena que tiene el pelo pegoteado con sangre y la cara negra por las lágrimas y la mugre. Después se llevan la camilla y me quedo con Nelly que me abraza y lloro y no puedo parar de llorar.
Pasan las horas, un siglo, días o minutos. Mi vecina me habla, me trae agua, me acaricia el pelo, hace chistes, se pone seria y empieza otra vez.
Entonces aparece un médico, me saluda con apretón de manos y me dice que la nena está bien, que se va a recuperar, que tuvo un golpe fuerte, feo, que ya pasó.
Lloro un poco más aunque siento que ya ni llorar me sale. Nelly me abraza de nuevo y también llora. ¿Dónde está Martita?, digo. ¿Me la olvidé en el taxi? ¿Subió al taxi? ¿Está en casa? ¿Apagué el fuego? El médico no está más.
Nelly dice que vuelve a su casa y que va a buscar a Martita, que me quede tranquila. Yo me quedo en la sala de espera y pasan las horas, los días, los minutos otra vez. Después, no sé cuándo ni cómo, estoy al lado de mi nena chica, que está en una cama, con la cabeza vendada.
Que se queda en observación, me dice el médico, porque le pusieron unos puntos. ¿Duerme? Sí, por los calmantes, no se preocupe, dice y me toca el hombro y me ofrece una silla al lado de la cama.
Paso la noche sentada y de la mano de mi nena que a veces parece hablar entre sueños. ¿Se acordará de lo que pasó? ¿Podrá contármelo algún día?
Sueño que pelo una cebolla que es la cabeza de mi hija. Separo capas fibrosas, ensarto el chuchillo y saco una tira amarronada que gotea sangre. Quiero gritar y casi me caigo de la silla y me despierto.
Cuando se hace de día me doy cuenta que hay otras camas, otros chicos, otras madres. Una luz muy blanca entra por la ventana y la sala parece fuera de la realidad. No tengo hambre aunque no recuerdo cuándo fue la última vez que comí. Porque al final no cenamos anoche. Igual, a mis hijas no les gusta la cebolla.
Gabriela Baby es Licenciada en Letras (UBA), escribe ficción, periodismo, libros informativos para chicos y coordina talleres de escritura. Publicó La mujer pulpo y La mujer rodeada de cosas (issuu.com/gabrielababit) y algunos cuentos en antologías: “Pasado en disminución” en Mujeres que alzan la voz (Avon, 2009); “Algo verdadero un día”, (EÑE, Madrid, 2016); “En la geometría tal cosa no existe” (en El Lecturón II, de Maite Alvarado), entre otros. Vive en Buenos Aires y lee y escribe (casi) sin parar.