Con su zapato marrón claro pisa el empedrado que conduce hasta la entrada, hace el movimiento ondulante de apagar un cigarrillo y se baja con los brazos sujetando la parte superior de la puerta. Cierra. Deja la radio prendida.
−¿Está tu papá? −me dice casi riendo.
Estoy a orillas del taller mecánico, contra la pared que pintamos de blanco la semana pasada con mi hermano mayor. Hay unos palitos manchados de una brea espesa. Mis zapatillas están blancas, recién lavadas y, si los toco, mi mamá me va a retar. Busco otro palito que está más lejos y empiezo a tocar para ver cómo las manchas van avanzando sobre las piedras puestas en el suelo.
Llega mi hermano en bici. Me pregunta por papá y apoya su espalda, torciendo la cintura, sin bajarse, a la pared, con el manubrio tocándola. Le digo que si lo descubren lo van a matar. Me hace un gesto de qué me importa. Me pregunta qué estoy haciendo.
−Al pedo, mirando esos palitos llenos de brea. ¿Sabés de qué son?
−Ni idea, capaz papá revolvió algún bidón y los dejó tirados ahí.
Se baja de la bici y comienza a moverlos con sus zapatillas sucias. Los corre hacia adelante, les pone la mirada fija, los sigue corriendo, me pega un codazo y me dice ¿viste?, es algo gelatinoso, espeso, ¿y si te lo comés? Le digo que se los coma él.
−No, vos comételelos, a ver, vení.
Me agarra de un brazo y me aprieta bien fuerte, me resisto y tironeo para salir corriendo pero me caigo. Agarra los palitos con las manos y veo cómo la brea empieza a bajar por la muñeca y se confunde con una de sus venas del antebrazo hasta llegar al codo. Los aprieta con los dedos y me agarra del cuello.
−Vení para acá.
Empieza a acercarlos a mi boca y doy vuelta la cara. Quiero gritar pero papá está adentro, ocupado. Cierro los labios y hago un sonido de queja.
−Avisame qué sabor tienen.
Me los pasa por el cachete y llega a mi boca, me los empuja y me lastima el labio inferior. Pareciera como si me hubiera tragado un eucalipto, una de esas gomitas duras que vendía el kiosco del tiburón. Me pone su mano en la boca, tapándola completa y no deja que escupa. Ahora tienen sabor a durazno. Trago el jugo y se ponen secos. Cuando ya me empieza a faltar el aire, me suelta y estornudo, los palitos se caen al piso y mi hermano se está riendo al lado mío. Me da un abrazo y me dice:
−Disculpame, Pablito.
Se va en la bici. Me quedo mirando esos palitos llenos de baba tirados en el piso e impregnados de arena del empedrado. Están limpios, ni un resto de esa sustancia acaramelada.
Llega mamá.
−¿Qué mierda te hiciste en la remera, pendejo pelotudo?
Me miro y veo toda una mancha negra que se forma a la altura de la pera hasta la mitad de la panza. Trato de pisar los palitos para que no los vea, porque si me pregunta tendré que decirle que Marcos me metió eso en la boca y la verdad es que no quiero que los tiren a la basura. Mamá se acerca y me tira el pelo. Me dice que no me va a dejar venir más al taller y que si encima no hago la tarea para mañana voy a estar todo el fin de semana encerrado.
Me quedo sentado sobre los talones, apoyado contra la pared blanca. Cristian pasa en su bici muy concentrado y no me ve. Ni siquiera me escucha. El árbol del vecino se va a caer algún día de tan podrido que está, este año las lluvias fueron mucho más copiosas que de costumbre, allanan la casa de un alto funcionario del gobierno anterior, sube la nafta en todo el país menos en San Luis por un convenio con el gobierno, crece la inflación y los bolsillos no dan abasto.
Me acerco hasta el portón de chapa del galpón. Tiene tres metros de alto por tres de ancho. Todo el taller es un sitio que fue abandonado por inmigrantes suizos y papá edificó un tinglado enorme. Pero en ese portón algo falta, hay un orificio pequeño, muy chiquitito en el que tan sólo entra mi ojo y puede recorrer casi todo el lugar. Cuando estoy aburrido mi ojo se mete por allí. No sé bien si a papá se le olvidó cerrar ese agujerito o si no le alcanzó la plata para comprar más chapa. Ahora los veo en una discusión un tanto acalorada con ese señor. Papá revolea las manos y le dice algo como que lo excuse. El señor tiene su dedo índice en alto y lo agita, como hacen todos los hombres adultos. Cierro el ojo, escucho un ruido, sale el hombre.
Papá todavía no volvió a casa a comer.
Nicolás Ghigonetto nació en Isla verde. Es Licenciado en Lengua y Literatura, docente y periodista amateur de boxeo. Leyó en la Feria Internacional de Poesía de Córdoba (2015). Publicó en poesía Los días del desastre (Cartografías, 2016) y Antología Van llegando (Mansalva, 2017). Participó de la Bienal de Arte Joven del Centro Cultural Recoleta (2017). Escribió la novela Monzón, crónica de una década (inédita). Vive en Córdoba Capital.